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MARCELINO Sanz de Sautola fue un científico con mucha fortuna y a la vez con poca. A él le debemos, en la segunda mitad del siglo XIX, el descubrimiento de las pinturas rupestres de la cueva de Altamira, templo cimero del Paleolítico, pero el pobre hombre murió sin que la comunidad científica le reconociese su hallazgo, incluso bajo cierta sospecha de haberlas falsificado. En puridad, o al menos eso es lo que se cuenta, no fue Sanz de Sautola quien vio por vez primera las pinturas, sino su pequeña hija María. Él, influenciado por los hallazgos precedentes de su época, andaba escarbando en el suelo de la cueva en busca de algo, pero fue la niña, un día en el que acompañó a su padre en sus aventuras intelectuales, la que alzó la cabeza hacia la bóveda y vio por vez primera tras miles y miles de años lo que nuestros ancestros nos habían dejado allí como regalo involuntario de su paso por este mundo. "Papá, mira, bueyes pintados", dijo, y en ese instante mágico la humanidad dio un paso de gigante para conocer su más remoto ayer. Esta historia, si uno la imagina, resulta hermosa y emocionante y también nos habla de la necesidad de tener mente abierta y no demasiado condicionada para encontrar caminos y soluciones. Si miramos siempre el suelo, a lo previsible, muchas veces nos quedaremos sin conocer la maravilla del techo. Algo así ocurre en nuestros días, cuando no pocos se lían la manta ideológica o interesada a la cabeza y se dedican a lanzarse culpas y reproches por la situación social y económica que padece este país. Demasiado tiempo se dedica a mirar al ayer con saña, a tirarse las estadísticas de la EPA a la cara como si fuesen un pedrusco o a maquillarlas como si fuesen una drag queen en noche de sábado. Cuánta mediocridad, cuánta falta de visión, cuánta cabeza gacha que no sabe salir del metro cuadrado que ocupa su cuerpo mortal, su dogma y su billetera. Necesitamos mirar al futuro de otra manera, girar la cabeza, alzarla. Así tal como vamos se nos escapan los bueyes del mañana.
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