Alto y claro
José Antonio Carrizosa
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En unos días se cumplirán dos siglos de la muerte de Byron en Missolonghi, la ciudad griega que resistió el asedio de los turcos y en la que poco después tendría lugar una espantosa matanza que movilizó a la opinión europea e inspiró el célebre lienzo alegórico de Delacroix, dedicado al héroe de la independencia, donde la nación helena toma la forma de una mujer expirante entre las ruinas. Con su rigor habitual, el crítico mexicano Christopher Domínguez Michael ha señalado en Letras Libres la incomodidad que produce enfrentarse a una obra irregular y en el fondo mal conocida, destacando el lugar que ocupa en ella el libérrimo Don Juan con el que Byron, en otras ocasiones convencional o excesivamente melodramático, proyectó una modernidad casi vanguardista. Al juicio de Mario Praz, tan devoto del romanticismo satánico, para quien el poeta es sobre todo “una atmósfera, un clima, una disposición de ánimo”, opone Domínguez Michael el de Juan Valera en carta a Menéndez Pelayo: “Byron no es todo lo inmortal que nos conviene”. Nunca llegamos a confesarlo, pero frente a las de Shelley, con sus abstracciones difusas y no siempre inteligibles, por las que teníamos debilidad, ninguna de las obras de su gran amigo, que leímos hace tanto, en versiones traducidas o afanosas ediciones bilingües, nos pareció entonces que estuvieran a la altura de la leyenda, quizá porque su magistral uso de la ironía, resaltado por Gil de Biedma, no es rasgo que se aprecie del todo sino en la edad madura. Hay otras mejores o más eruditas, pero el recuerdo de ese Byron de juventud está ligado a la lectura de la apasionada biografía de André Maurois y de un modo más personal, porque no es libro tan conocido, a aquella Vida de Castelar que conservamos en una edición de anteguerra, publicada en vísperas de la Segunda República como la original lo fue –en 1873– el año de la proclamación de la Primera. Es sabido que el orador gaditano, uno de los más brillantes de su siglo, fue además un notable escritor, como prueban sus Recuerdos de Italia y este otro título, traspasado por una retórica anticuada y si se quiere menor, pero lleno de encanto, donde el pensador y político celebró el itinerario “breve como una tempestad” de su biografiado, al que retrata, adelantando el famoso epitafio de Manuel Machado a Sawa, como un “hombre nacido para la felicidad y atormentado por todas las desdichas”. El furor de Byron, “indócil a todo yugo”, sus yerros y excesos, no le impiden adscribirse a lo que Castelar llama la Biblia de los progresos humanos. Al cabo la Historia, concluye don Emilio, puede decirle: “Te perdono, porque has amado mucho”.
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