La Rayuela
Lola Quero
El rey de las cloacas
Paisaje urbano
En el camelo de la Sevilla dual, existe cierta tendencia a contraponer los valores de las dos fiestas grandes de la ciudad, cuando en realidad son complementarias. En cierto sentido, la Feria no sería la misma sin la presencia todavía viva en el recuerdo de la Semana Santa. El capillita, sostengo, es por lo general bastante feriante. La Feria también tiene su itinerario sentimental, y el cofrade feriante los aplica con la precisión de un experimentado diputado de tramo. Llega siempre por el mismo camino, a parecida hora, y frecuenta las mismas casetas, que apenas pasan de la decena.
Llega el cofrade a la caseta tempranito. El terno azul oscuro es el mismo con el que hace apenas dos semanas se despedía en la plaza de San Lorenzo, y hace un mes lucía orgulloso en el domingo radiante de la función principal, antesala del paraíso. Se adentra hasta el fondo de la barra, donde su camarero de confianza ya le tiene preparada la primera cerveza. De allí sale lo justo y necesario, y sólo cuando ya es irremediable, accede a bailar con un oficio mal aprendido la primera y última sevillana. Sabe que la experiencia, también aquí, es un grado. La tortilla siempre a mano, y nada de experimentos en la bebida con la única excepción del rebujito, aunque vaya contra sus principios.
Poco a poco se va llenando la caseta. Un revuelo de volantes y lunares dominan la parte delantera, y en la trastienda, los amigos charlan en corro catavino en mano. Algo de política local, de fútbol (el cofrade de nuestra crónica está contento este año…) y por supuesto de cofradías. ¿Existe algún sitio mejor sitio que la Feria para hablar de cofradías? Siempre hay un poso de autoridad en los comentarios maliciosos de los cofrades capillitas. Que si el supuesto éxito del Consejo no es para tanto, que si vaya la vuelta absurda de tal cofradía, que si ya no se pueda tomar uno una copa mientras espera al Dulce Nombre en los Sindicatos…
Son ya las tantas y las copas caen como los kilos en las trabajaderas. Cuando estaba a punto de arreglar el orden del Miércoles Santo, una voz inoportuna le anuncia que nos vamos. En el traqueteo del 41, un ejército de flamencas despeinadas dan cuenta de su jornada ferial por sus móviles, y en el reflejo del cristal, en la mirada cansada del cofrade feriante parece adivinarse algo parecido a una sonrisa: Ya sólo quedan trescientos treinta y cuatro días para el Domingo de Ramos.
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