La Rayuela
Lola Quero
Nadal ya no es de este tiempo
AQUELLA mañana abandonamos Villa Julia para desayunar en Giardini-Naxos. Habíamos quedado con nuestros jóvenes amigos en el Caffé Cavallaro que regenta Rosario, uno de ellos. Ni el glotón del emperador Vitelio que, según decía Suetonio, se comía hasta la ofrenda de los dioses, se hubiese sentido más satisfecho con el desayuno del Cavallaro. Exquisitos. Más que exquisitos fueron los canaloni de Rosario, esos dulces sicilianos famosos gracias al médico forense, Pasquali, que aparece con el inspector Montalbano en las novelas de Andrea Camillieri.
Aparcar en la ciudad es realmente una proeza, aunque nosotros teníamos aparcamiento en el hotel Diodoro que está en el centro. Desde Giardini-Naxos se puede subir a Taormina en el teleférico que parte la Playa Mazzaró, que está cerca de la Isola Bella. El ascenso dura apenas dos minutos. La grandeza de las vistas que te ofrece contrasta con el escaso tiempo que te dan para mirarlas.
Desde la playa, por la carretera denominada Vía Pirandello, se llega a la Porta Messina que da entrada a la ciudad. Fue abierta a comienzos del s. XIX en la antigua muralla medieval, aunque, antes de atravesarla, en la misma vía, por cierto romana (¡que gran vocación de peones camineros tuvieron los romanos!), se encuentra la iglesia de San Pancrazio, construida en el s. XVII sobre el templo griego de Júpiter, cuyos cimientos son visibles. Una vez franqueada la citada puerta nos encontramos con lo que fue en su día el Foro romano que hoy es la Plaza Vittorio Enmanuele. En ella nos encontramos con el Palacio de Congresos, que más parece un cine de barrio, en el que se celebra el renombrado festival Resegna Cinematográfica Internazionale de Mesina y Taormina, por el que han pasado todos los grandes y menos grandes de Hollywood, hasta Antonio Banderas. También nos encontramos con el Teatro Comunale y el Palazzo Corvaia, único interesante de la plaza. Es del siglo XV. De estructura normanda. Tiene un lateral de estilo gótico catalán con ventanas de doble ojiva y una sobria fachada frontal almenada. Junto a él se encuentra el Odeón romano. De época imperial, conserva parte de las gradas y el escenario. Muy cerca se aprecian otras ruinas romanas, seguramente de unas termas.
La ciudad se asienta en torno a una vía central, el Corso Umberto, que la cruza de este a oeste, pero el epicentro, por su belleza perturbadora, lo encontramos en el Teatro greco-romano. Construido en época helenística, s. III a.C., y reconstruido después por los romanos, en el s. II d.C., la cavea se asienta, como era característico en los teatros griegos, aprovechando la cavidad natural en la ladera de una colina. Los vomitorios dividen las gradas en nueve cuneos coronados por dos pórticos. Se conserva el frente de la escena y parte de los camerinos, aunque la zona de la orquesta, antes semicircular, los romanos la hicieron circular, cogiendo parte del proscenio y bajándole el nivel para protección de los espectadores, con el fin de poder representar juegos con fieras y gladiadores. El frontal de la escena lo agrandaron y añadieron más columnas. Lo cierto es que el resultado final, lo que ahora podemos contemplar, es de una belleza sin igual porque, como dijo Goethe “en este espacio el arte ha venido en ayuda de la naturaleza”.
Sentado en las gradas altas el espectáculo es inconmensurable. Allí se pierde la noción del tiempo y se acerca uno a la gloria. Arriba la fortaleza, abajo la ciudad. Sobrevuela imponente la nevada (a veces) cumbre humeante del Etna. A un lado la playa cuenta olas hasta Catania, incluso hasta Siracusa. Y al frente…, al frente se embelesa el corazón y la vista se enamora. Un terremoto quiso abrir una brecha en el frontal de la escena. La abrió semejando la sonrisa de una diosa. Cuando miras al escenario éste te devuelve esa sonrisa dejándote ver entre sus labios el aturquesado mar de la Isola Bella. La belleza que se respira ante ese espectáculo es tal que alma y cuerpo se sosiegan como si reposaran sobre las notas del Adagio di Albinoni. El teatro tiene anexo un pequeño Antiquarium con tablas e inscripciones que van desde el año 150 a.C. hasta la época imperial.
En el Corso Umberto nos encontramos con un enorme muro de contención con nichos absidiales de época romana a la que llaman Naumachia; erróneamente porque nunca formó parte de un recinto para batallas navales. Parece que realmente fue el muro de una cisterna pública. Más adelante se abre la plaza “IX de Aprile”, donde se encuentra el famoso bar de Burton y Taylor, el “Caffé Wunderbar”. Cierta noche de copas con amigos llamó nuestra atención el sonido de tambores en la calle. Una procesión pasaba. Se apagaban las luces conforme avanzaba. Unas cuantas sillas en la acera formaron una especie de tribuna. Un señor con traje oscuro, a rayas, sombrero “Borsalino” y botines combinados blanco y negro, se sentó en el centro. Un numeroso grupo de niñas vestidas de primera comunión, abrían el desfile. Contraste tétrico, negro de la noche sin luz y blanco de las niñas. Tras ellas, hombres y mujeres en dos filas. Después el pequeñísimo trono con San Pancrazio. Cerraban, como penitentes, señoras de negro con velas en la mano. Las luces volvían tras su paso. Pero lo más chocante fue ver que todos, al pasar frente al trajeado “Padrino”, se paraban para saludar inclinando la cabeza ¿era quizá el síndico de Taormina? O…¡vaya usted a saber! Bella, misteriosa, subyugante Sicilia.
En la plaza IX de Aprile se encuentra la iglesia de Sant’Agostino del s. XV y la torre dell’Orologio (reloj), construida en el Siglo XII. Derruida por las tropas francesas de Luis XIV en 1676. Tres años después fue reconstruida. Las campanas de la torre suenan en la celebración del día de elección del síndico y para la Procesión del Patrón San Pancrazio. La puerta que se abre bajo la torre da paso al borgo (pueblo) medieval. Numerosas casas románico-góticas pueblan sus calles, entre ella el Palacio Ciampoli del s. XV. El Duomo se encuentra en la plaza homónima. Es del s. XIII, reconstruido durante el XV y XVI. Merece la pena su visita ya que cuenta con un buen muestrario de obras de la escuela de Messina de la misma época. El Corso Umberto que nos ha conducido hasta aquí, acaba en la Porta Catania, en la que se puede apreciar la fecha de 1440 junto a los escudos de Taormina y Aragón.
Escalando el monte Tauro, a unos tres kilómetros del castillo, se encuentra la pequeña aldea de Castelmola que goza de unas maravillosas vistas. Pero lo más asombroso, por lo que merece sin duda la escalada, es que allí se encuentre el templo de Príapo: El Bar Turrici.
Uno de los productos típicos de Castelmola es el vino de almendras. Se trata de una antigua receta de origen griego que consiste en aromatizar el vino con almendras amargas, esencias cítricas y aromas naturales. Salvatore Turrisi, que así se llamaba el fundador del establecimiento, también solía ofrecer un vino de almendras preparado por él mismo y que lo presentaba como un elixir de amor. De hecho, el primer nombre histórico del Bar Turrisi fue Taverna del mandorlo in fiore. Pero Salvatore tenía dos grandes pasiones: las mujeres y el arte griego. Inspirado en este último, especialmente en la iconografía del dios griego de la fertilidad, comenzó a coleccionar objetos fálicos.
De ahí viene que toda la decoración del Turrisi sea un guiño a Príapo. Cualquiera que sea el objeto y su función, tiene forma de falo. Los brazos de las sillas, las lámparas, los ceniceros, las tazas, copas, cuchillos o tenedores, son falos. No deja de ser curioso ni deja de tener su punto de humor.
Por otra parte la comida del Turrisi es muy buena y se puede disfrutar de un menú tan delicioso, como el que tomamos: penne bolognese (macarrones con salsa boloñesa), orata alla ligure (dorada al horno) y una “cassata siciliana” que es la reina de la repostería tradicional siciliana; un postre elaborado a base de ricota, azúcar, bizcocho, mazapán y fruta confitada ¡riquísimo! Y, evidentemente, no pudo faltar en el menú el alma del Turrici: El vino de mandorla, o sea, de almendra.
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