En tránsito
Eduardo Jordá
Sobramos
HAY que rendirse a la evidencia: si para Hollywood Antonio Banderas no es un hombre blanco, entonces nosotros tampoco lo somos. Nuestro sello es ese eufemismo infantil, cima de la corrección política, que nos marca como personas de color. No sé qué dirá Francisco de la Torre de esto, pero lo cierto es que si al principal emblema de Málaga se le veta el acceso al estrecho club caucásico, igual tenemos que empezar a vernos de otra forma. No somos blancos, maldita sea. ¿Y qué somos entonces? ¿Negros? ¿Tal vez moros, gitanos? Tenemos, afortunadamente, a la genética para sacarnos de dudas: somos todo eso a la vez.
También judíos, fenicios, griegos, romanos, egipcios, eslavos. Hace 4.500 años, la población de la Península Ibérica fue sustituida en su totalidad por invasores procedentes de la fría Estepa Rusa, de modo que sí, también somos de allí. Descendemos igualmente de los pérfidos vikingos que en plena Edad Media venían a enfrentarse a los almohades y a dejar preñadas a nuestras tatarabuelas. De los esclavos africanos que sirvieron a sus amos en Andalucía hasta finales del siglo XIX. De bizantinos y cartagineses. De los colonos que volvieron de Cuba y Venezuela ya mulatos, morenos, zambones. Y la misma ciencia nos dice que al menos un 2%, el más inclinado a ciertas enfermedades degenerativas, es de origen neandertal, con lo que ni siquiera pertenecemos a una sola especie. Somos mezcla, potaje, algarabía, confusión, ida y vuelta, amalgama, amasijo, tango, compás a contratiempo. Si no hay pureza racial en Antonio Banderas, ¿qué va a haber en sus paisanos? De modo que si en lugar de nominarlo a él al Oscar al mejor actor nos hubieran nominado a usted, a mí o a Iván Espinosa de los Monteros, el dictamen de la Meca del Cine habría sido el mismo: es usted un actor magnífico, pero hágase a este lado. Si no se pone usted como un langostino apenas empieza a tomar el sol en la piscina, jamás será un hombre blanco. Usted es de color. Lo que nos viene muy bien para darle a todo esto un ambiente más exótico.
Así que la próxima vez que salgan Aitor Esteban, Arnaldo Otegi u Oriol Junqueras para dejar bien claras las diferencias genéticas entre las comunidades del norte y las del sur de España, estaremos preparados. Pues sí, ya ven: en esta olla en la que vivimos más abajo de Despeñaperros se ha metido todo el mundo y cada cual ha hecho de las suyas, ha dejado su semilla, ha inculcado sus costumbres, ha hablado su lengua, ha adorado a sus dioses, ha cocinado sus platos predilectos, ha contado sus chistes, ha amado, ha odiado, ha construido sus casas y ha cantado sus canciones. Por todo esto, los que vivimos aquí no somos de ninguna parte en concreto y somos de todas partes al mismo tiempo. Bien apañados van los adalides de la pureza aria, del ellos y el nosotros, de la confrontación y del no al extranjero, en una casa en la que todos somos profundamente extranjeros, inmigrantes, refugiados, acogidos. Peor, pues, para el triste y mortecino hombre blanco. Somos más. Y mejores.
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