El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Leo mucho sobre lo imponente que será el tercer hospital de Málaga. Sus pasarelas para comunicar con los otros. Su tecnología punta. Su revolución arquitectónica. Y aunque ya menos, a mí se me sigue haciendo un nudito en las tripas al pisar uno. Me ha pasado incluso al ir a conocer al sano bebé de algún amigo. Me gusta tanto la vida que no puedo evitar recordar que ahí se extinguen muchas. Que otras no pueden recuperar el vigor que tuvieron. Que hay quien allí pasa de visitante a inquilino. Los hospitales, enormes, imponentes, hunden sus cimientos en la tierra, ahí donde acaban los cuerpos exánimes. Y se irguen hacia el cielo, allá donde los más devotos creen que acabarán encontrando un reposo eterno. A mí la muerte me parece un irremediable fundido a negro. Por suerte, a estas alturas he aprendido a identificar ese nudito en las tripas como unas ganas locas de seguir vivo, no como un reloj de arena que me recuerde que hoy queda menos que ayer.
Así que me vais a permitir que en estas líneas construya mi hospital propio para Málaga. El Hospitalario se llamaría. Y es más que un guiño al Gneisenau y al lema de la ciudad. Porque Málaga cura a quien viene de fuera y la prueba. Y porque a veces parece ser la que hiere al propio malagueño. Aquí no habría personal sanitario, al menos no al uso; ya hacen una labor maravillosa en la vida real. No lo habría para que no tuviesen que soportar a esos ingratos pacientes (la palabra no pudo estar peor elegida) que creen que son magos en vez de sanitarios. Que no les conceden margen de error, de duda, de humanidad; que les exigen milagros que ni ellos mismos esperan ni sus dioses son capaces de concederles. Que depositan en los sanitarios su frustración por la bofetada que les ha dado la vida, en lugar de agradecerles todo lo que intentaron para evitarla o amortiguarla. Gente que cree que bajo una bata blanca o verde hay un robot, no un corazón que un día decidió dedicar su vida a salvar o mejorar otras.
No habría ni sanitarios ni pacientes, sino hospitalarios e invivos. Los primeros, terapeutas aliviando dolores que no fueran físicos. Y para tener ese título solo habría que disponer de un buen corazón. Ser de esas personas con el alma hecha de vértices redondeados, donde las ganas de vivir fluirían como un río o un mar, en un baile continuo de energía. Para darles a los invivos las estrategias que les ayudaran a borrar ese in y sentirse vivos. Gente que acudiera al Hospitalario con su mochila cargada de lunes y saliera con los bolsillos rellenos de veranos. Las recetas serían todas de medicación gratuita: "Tómese un beso cada ocho horas". "Puede alternarlo con un abrazo cada cuatro".
Tampoco habría enfermeras, celadores ni auxiliares. Contaría con músicos, gente más dispuesta a escuchar que hablar. Sofás en lugar de camas. Cristaleras en vez de muros. Primaveras en lugar de flores. Una biblioteca en el sitio de la capilla. Y la cafetería contaría con menús de Dani García o Abril Chamorro, que nada cura el alma como comer bien.
El Hospitalario, puede que algún día sea su próxima apertura. Financiada con el dinero que han prevaricado nuestros políticos o empresarios más corruptos y edificado a pie de playa, con barra libre de amaneceres y atardeceres. Mientras inicio los trámites para construirlo, os podéis dar una vuelta por vuestra ciudad y vuestro entorno humano, puede que no haga falta que ingreséis en él para curaros.
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