La Rayuela
Lola Quero
El rey de las cloacas
Confabulario
Como últimamente no sabemos vivir sin angustiarnos, ahora hemos dado en el frenesí y la angustia de la inteligencia artificial, la cual, como su propio nombre indica, quizá sea más artificial que inteligente, y en cualquier caso, nos servirá para una enormidad de cuestiones todavía por determinar, incluida, claro está, la de matarnos con el entusiasmo de siempre, émulo de aquellos tiempos, casi edénicos, de Caín y Abel. Las terribles limitaciones de la IA las hemos podido ver en estos días a cuenta de unos ripios dedicados a los señores Sánchez y Feijóo, cuya mediocridad -la de los ripios- no puede perdonarse ni tratándose de una criatura aturullada y joven, con sus conexiones todavía tiernas, como es la ChatGPT, autora infeliz las canciones.
Uno ya conocía la torpeza escolar de tales inventos gracias al impresor, y sin embargo amigo, Antonio Álvarez, quien me envió un relato escrito por una inteligencia artificial, y cuyo valor literario no era, digamos, relevante. Desde luego, sobrecoge ver la destreza con que enhebra los datos un ordenador. Y cómo alcanza el óptimo gramatical y sintáctico que debiera exhibir un alumno aplicado de EGB. La cuestión, en asuntos creativos, es sin embargo, otra. Decía Montaigne, uno de los grandes corazones del XVI, junto a Cervantes, Rabelais, Teresa de Ávila y el Inca Garcilaso, que "detrás de cada pensamiento hay un poco de testículo". Lo cual, llevado fuera del terreno hormonal, nos recuerda que una persona obra e imagina con todo lo que es: con su dolor, con sus recuerdos, con su desesperanza y con su dicha, y que esa masa candente y arbitraria que somos no cabe replicarla en un circuito. A quienes hoy deploran a Picasso (por mal hombre, por "apropiacionista", etc...), cabría señalarles que el talento de Picasso no fue pintar figuras esquemáticas y superficies planas pour épater la bourgeoisie, sino el de tomar las enseñanzas del Greco (aquel Greco que le había enseñado Zuloaga en París), para traer otra idea de la pintura, del color y del hombre.
A este juego infinito y sutil con lo heredado, que no cabe replicar en una máquina (ni falta que le hace, por cierto), Addison lo había llamado, comenzando el XVIII, Los placeres de la imaginación; una imaginación que, como es lógico, tiene su parte de ciencia combinatoria. Pero también de profundo arbitrio (recordemos lo dicho por Montaigne), del que nacerá lo mejor y lo peor, y en cualquier caso, de la que brota lo nuevo. Ninguna máquina dirá, como Neruda, la vida temblando y en suspenso: "Sucede que me canso de ser hombre".
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