Paisaje urbano
Eduardo Osborne
Una celebración sospechosa
la tribuna
RESCATO las fotos. Veo imágenes de un reportero pipiolo, con sed de aventura. En el tren entre Narita y el centro de Tokio observo con mirada inédita campos de arroz, casas pequeñas y mucho espacio. Nada vaticina lo que me encontraría 50 minutos después. En Shinjuku me topé de repente con el siglo XXII. Un formidable cruce de gente endemoniada.
Aquel primer impacto visual de la mayúscula, desorbitada, esquizofrénica, excitante megalópolis. Omishiroi. Un enjambre de maletines cruzando la estación de lado a lado, de adolescentes con uniforme colegial, jóvenes ejecutivas y madres cargadas con su bebé a la espalda. Veintinueve millones de personas circulando cada día por el Metro de Tokio. En Japón palpé el futuro. Era 1995, yo tenía 23 años y me bautizaba como reportero internacional.
Durante un mes viví en un apartamento en Nakano, al lado de la avenida Waseda. Apenas 30 metros cuadrados para convivir dos personas durante un mes sofocante. El calendario marcaba 8 de julio. No había aire acondicionado. Tan sólo un pequeño y ruidoso ventilador intentaba apaciguar el colosal calor húmedo del verano tokiota.
Me gustaba mucho merodear por el Sunday Sun, un restaurante americano donde escribía los esbozos de las crónicas que luego enviaba a la redacción de Diario 16 de la calle Albasan de Madrid, junto a Ciudad Lineal. En Sunday Sun releía las onomatopeyas tan características de los artículos y reportajes de Tom Wolfe y devoré los agudos, certeros y mordaces perfiles de Truman Capote de la época dorada de Hollywood.
No leía libros en japonés, pero sí libros sobre Japón. En inglés y en español. Compraba puntualmente las versiones anglosajones del Asahi, Yomiuri y Japan Times, los tres principales periódicos de Japón. Quedaban apenas un par de días para las elecciones al Senado. A Tomiichi Murayama, primer ministro socialista, le había tocado bailar con la más horrible: la sensación de inseguridad de la sociedad nipona, las horrendas y certeras vibraciones de que la templanza y autosuficiencia japonesa serían ya historia.
El país sufría todavía el tremendo impacto psicológico del terremoto de Kobe de apenas hacía siete meses. Las secuelas persistían bien latentes. Y todo Japón contribuía a paliar el desastre de las víctimas. Con dinero u orando en los templos shintoístas o budistas. Por si fuera poco, Murayama, un tipo con cejas pobladísimas y encanecidas como la nieve, se las tenía que ver con el otro mazazo del 95: los ataques con gas sarín de la secta La Verdad Suprema.
Los teletipos de las agencias de noticias que llegaban esa mañana a la redacción de Diario 16 Málaga de la calle Faro confirmaban que una secta catastrofista acababa de sembrar el pánico en el Metro de Tokio. Entrar en el subterráneo de la megalópolis japonesa y palpar el miedo y la desconfianza al vecino de al lado era todo uno. Por unos meses los tokiotas dejaron de confiar en ellos mismos. Ya no se quedaban dormidos en el Metro. Dejaron de leer con avidez mangas entre estación y estación. Y todos se miraban de reojo, buscando a los sospechosos. Seguían los empujones y apretones, pero durante algún tiempo muchos abandonaron los vaivenes de los vagones y optaron por desplazarse a la oficina en sus propios vehículos. El miedo reinaba en Tokio. Atrás quedaba el orgullo de ser la ciudad más segura del planeta, la ciudad en la que si te atracaban salías al día siguiente en las portadas de los periódicos...
Este 2011 se parece mucho a ese 1995 que viví en Nakano. Japón ha entrado en una nueva era, admite Kenzaburo Oé a Philippe Pons en Le Monde. El terremoto, el tsunami y la crisis nuclear de Fukushima han desatado la peor crisis de Japón desde la Segunda Guerra Mundial. En mi estancia de casi un año en Japón entrevisté a los supervivientes del terremoto de Kobe y con los hibakushas de Hiroshima y Nagasaki. De todos ellos saqué una enseñanza de vida. Y me enamoré de un país tan fascinante como contradictorio.
Los medios de comunicación se han volcado con Japón, pero veinte días después del desastre, la cobertura informativa empieza a languidecer. Hay escasos testimonios del tsunami y del terremoto. Todo se basa en el accidente en la planta nuclear de Fukushima. ¿Dónde estarán dentro de unos meses periodistas del tipo John Hersey, el reportero de The New Yorker que entrevistó a los hibakushas? Hersey escribió en 1946 el gran reportaje Hiroshima. El mejor de la historia.
Japón necesita ayuda, más psicológica que económica. Pero, sobre todo, necesita que sigamos leyendo historias, testimonios de los nipones. Y no sólo del desastre, sino de cómo son, se comportan y viven. Por ahora sí tienen que les escriba, pero dentro de un año el 11-M nipón quizá sólo se convierta en un recuerdo fatídico que al menos no logró cambiar su wa (armonía).
(Agustín Rivera. Ex corresponsal en Japón y profesor de Periodismo de la Universidad de Málaga)
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