Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
El cielo convoca a su pueblo. La playas se retrepan en su arena. Las olas pelean por el mejor sitio de la orilla. La Málaga ígnea está de vuelta dos años después. Nadie se lo quiere perder. Las perseidas han emprendido su viaje más fulgurante para la noche en que la ciudad explota. De luces, de ganas, de vida. Durante media hora, Málaga alquilará un trozo de cielo para dibujar su constelación de Feria. La luna llena, celosa, o quizá ansiosa por dos años de espera, tampoco se lo quiere perder. Si existen los dioses, han mandado algunos de sus mejores rayos para ser parte del espectáculo (puede que Zeus también lo echara de menos). O quizá la diosa es Málaga y esas puñaladas blancas que rajan el cielo un rato antes sean sus contracciones, las contracciones del parto de júbilo que se avecina. Porque la noche de los fuegos vuelve a nacer.
Había ganas de venir. Por venir, lo ha hecho también el futuro. Con sus drones dibujando los recuerdos que nuestro niño tiene almacenado en un palco VIP de la memoria. El barco vikingo, la noria, la montaña rusa. Los cacharritos que tejieron algunas de nuestras primeras sonrisas ahora también son virtuales. Se mueven en el cielo, se remueven en el estómago. Porque mientras miramos los fuegos todos somos niños. Embelesados, embaucados, enamorados. El mar, que también sabe que esta noche es sagrada para Málaga, ha tenido el detalle de regular su termostato estos días para que sea posible contemplar el espectáculo de luz desde el agua. Si existe un más allá, para el malagueño debe ser ese bañito junto a sus seres queridos mientras contemplan la noche de los fuegos.
La pirotecnia también es gutural. Porque al estallido ronco de cada petardo le sigue otro de risas. Risas de vida. De larga espera. De ansias por volver a ocupar las calles olvidando pandemias y penurias. Aunque sea con terral y sin hielo. Y reconquistando la esencia de las calles del centro. Porque el centro está secuestrado por un turismo de clin, clin, caja y rascacielos para otros. Pero estos días vuelve a redibujar fotografías del pasado. El Ayuntamiento renuncia a él y, en otro alarde de rechazar la identidad de su Feria, se la quiere llevar al Real y redefinirla. No son bienvenidos los que desbarran, los comas etílicos, las agresiones (mucho menos las sexuales). Pero el fuego nos recuerda que esta noche todos los malagueños olvidan su clase social, las monedas que hay en su bolsillo y si su apellido es de sangre azul o si sigue manchada por la de las dos Españas. Todos somos niños mirando al cielo. Y acaso la única división sea decidir si contemplarlos desde el litoral este o el oeste. Las raíces fenicias de Malaka empujan los cimientos de Alcazaba para volcar la ciudad hacia la playa, por eso el paseo marítimo se hace infinito y se atesta de gente en bañador, de moragas de corta duración. Para estar juntos, como las buenas familias.
El espectáculo es diferente. Pero en esencia siempre es el mismo. Todos nos emocionamos cuando ese chupinazo intenso explota en su cenit para pintar una palmera dorada, la de cada año, la que a todos nos encanta, que cae como lágrimas que derrama el cielo lentamente. Quizá lo son, quizá el cielo llora para volver a disfrutar de la noche de los fuegos. Para vomitar su rabia de dos años en barbecho por culpa de un virus que esta noche ha perdido la batalla. No hay mascarillas en la playa, no hay trozo de tela, papel o material inventado preparado para tapar la sonrisa pueril con la que todos volvemos a levantar el cuello hacia el cielo.
Esta noche de los fuegos es la de siempre y una nueva. Tiene relámpagos. Tiene luna llena. Tiene perseidas. Tiene drones. Y tiene esa sonrisa de todos lo que la contemplamos. La noche en que, al menos durante 30 minutos, recordamos que aquí todos somos la misma cosa: malagueños. Sin apellidos.
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