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Quizás
Cuba es una dictadura. De libro, sin matices. También lo era con anterioridad a la llegada de los Castro, y es cierto que, en comparación con otros países del entorno, sus servicios médicos, por ejemplo, eran manifiestamente superiores; pero esta isla de naturaleza prodigiosa y gente amable carece de libertad de pensamiento, organización y de mecanismos democráticos. Es por tanto una dictadura y decirlo alto y claro, y actuar en consecuencia, es la mejor de las ayudas que reclama Pedro Sánchez para el país de Celia Cruz o Silvio Rodríguez.
Hace varias décadas conocí a Alberto, un brillante y bonachón periodista nacido en San Antonio de los Baños, al sur de La Habana. Trabajaba como locutor deportivo en la televisión pública. Nos hicimos amigos y en mis vacaciones le visité en diversas ocasiones a él y a su familia. De su mano descubrí playas inolvidables; me bañé entre delfines; bailé hasta al amanecer acompañado de buenas conversaciones que construyeron amistades eternas y degusté langosta y ron más allá de lo saludable. Era imposible no enamorarse de aquella isla altanera y bellísima. Pero paseando por sus calles se descubren paisajes que muestran una sociedad a la que parece que la acaban de bombardear; que ofrece sus cuerpos a cambio de limosnas de viejos verdes europeos y canadienses; edificios abandonados, descoloridos, gastados; almas envejecidas que danzan sonriendo pero lloran de hambre. Cuba hoy es un parque temático de lo que fue el comunismo, de su decadencia y de sus nefastas consecuencias. Es una sociedad que entristece a quien la mira con cariño, y a la que un buen montón de agresivos ciudadanos de la cercana Miami, miran con la nada oculta y revanchista aspiración de invadirles para recuperar lo que consideran que es suyo y les fue arrebatado. Mientras, los habitantes de Cuba sueñan con que llegue el día en que puedan respirar libertad, opinar y decidir su propio futuro.
Hace una década y tras una larga velada en Varadero, confiado en que nuestra amistad me permitía hacerle preguntas incómodas, cuestioné a Alberto sobre el régimen totalitario imperante en su país. "El marxismo tiene cosas buenas", dijo; "pero ¿sabes? -añadió- Marx nunca estuvo en el Caribe". Dos años despues recibí una carta en la que el antaño locuaz Alberto me informaba que le habían trasladado al Ministerio de Agricultura donde languidece desde entonces ordenando papeles y ajeno a la digitalización.
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