¡Oh, Fabio!
Luis Sánchez-Moliní
¿Dónde está la ultraderecha?
La tribuna
UNO de los prejuicios que la izquierda ha logrado instaurar con mayor efectividad en el inconsciente ideológico colectivo es el de que las privatizaciones son esencialmente perversas. Privatizar es, por definición, malo, mientras que nacionalizar es, en principio, bueno, a menos que, como en el asunto de Repsol, haya de por medio alguna oscura operación financiera, en cuyo caso es preferible que incluso un oligopolio con vínculos tan sospechosos como los de la empresa rusa Lukoil pueda llegar a hacerse con el control de una de las principales empresas energéticas de nuestro país.
Por supuesto, hay sectores en los que la presencia del Estado resulta clave. Los países con los mejores baremos en educación apenas si disponen de enseñanza privada, simplemente porque resultaría casi imposible competir con los altos niveles de calidad de la pública. Aquí, por el contrario, los fervorosos adoradores de lo público han conseguido reducir la educación estatal a un estado, nunca mejor dicho, tan lamentable que hay literalmente bofetadas por conseguir una plaza en la concertada (con crucifijo o sin crucifijo). ¿No habría, por tanto, que plantearse todo este asunto de las privatizaciones desde una perspectiva más pragmática? Una privatización será buena cuando su ejercicio haga más ágil y eficiente el servicio que se presta, abarate los costes y resulte, en definitiva, ventajosa para el común de la sociedad; mientras que será perjudicial cuando redunde en beneficio de unos pocos e introduzca desigualdades en el disfrute de derechos esenciales.
Pues bien, desde estas premisas cabría preguntarse cuáles son los beneficios sociales que ofrece la existencia de medios de comunicación institucionales. Por supuesto, en las llamadas sociedades de la comunicación, los media son un sector literalmente neurálgico, hasta el punto de que algunos pedagogos, con tal de evitar un ejercicio de autocrítica para el que al parecer no han sido programados, le echan la culpa de la situación del sistema educativo a la existencia de la televisión, como si en Finlandia, por ejemplo, aún no la hubieran descubierto. ¿Implica ello, sin embargo, que el Estado deba tener el control de algunos de estos medios?; y si es así, ¿exactamente, para qué?
Uno de los placeres matutinos de este humilde articulista era escuchar, mientras se dirigía a su trabajo al paso que le marcaba el embotellamiento de rigor, los programas de Radio Tres de Radio Nacional de España. Uno buscaba música y sabía que ahí iba a encontrarla de una excelente calidad. Parece, no obstante, que algo tan imparcial como la música no resulta posible en un país como el nuestro. En los últimos tiempos, las canciones se han convertido en apenas un paréntesis entre las continuas catequesis dedicadas a los dogmas litúrgicos de la progresía más ortodoxa: el cambio climático, el aborto libre, etc. Es decir, como la Cope, pero al contrario. Aunque uno pudiera concordar, incluso, con algunos de esos dogmas, recuerda de pronto que está escuchando un medio público, y desearía que, al menos por una simple cuestión de equidad democrática, se diera la palabra a discursos contrapuestos a esas disquisiciones hemipléjicas, aunque sólo sea porque esa radio se sostiene también con los impuestos que pagan los ciudadanos que discrepan de ellas. ¿Medios públicos, entonces, para qué?
Cualquier persona que se asome con cierta distancia ideológica a los contenidos que se ofrecen, por ejemplo, en Canal Sur no puede sino sentir espanto ante la avalancha de zafiedad, ordinariez, nacionalismo rancio y burdo adoctrinamiento que configuran una parrilla en la que literalmente se chamusca la inteligencia. ¿Es eso realmente Andalucía? ¿Es eso el progresismo con el que tanto hemos soñado algunos?¿Qué sentido tiene mantener, ahora que padecemos una crisis de incalculables dimensiones, algo que sólo contribuye al adocenamiento colectivo y al endeudamiento público?
En Inglaterra ver la BBC supone un considerable coste para los contribuyentes, pero a cambio éstos disfrutan de una televisión de exquisita neutralidad política, sin el menor rastro de publicidad, y con programas en los que el rigor pedagógico se combina magníficamente con la amenidad expositiva. ¿Ha intentado alguien aquí ver una película atravesando los interminables desiertos publicitarios de la Primera o de la Dos? Ahora que tanto énfasis se ha puesto en la instauración de una asignatura como Educación para la Ciudadanía, ¿no serían convenientes, teniendo en cuenta la influencia de la imagen en la nuevas generaciones, unos medios de comunicación públicos que en vez de adoctrinar en el fanatismo sectario y la creencia ciega en dogmas siempre discutibles, ilustraran, por ejemplo, las virtudes del debate civilizado y del respeto al adversario? Si no es para eso, mejor que paguen los accionistas o, en su defecto, los afiliados al partido de turno.
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