El mundo de ayer
Rafael Castaño
Tener un alma
Aquí en el sur las brújulas visten camisas de fuerza. Las veletas danzan al ritmo del sol, y se echan a llorar cuando una de esas lluvias furibundas aplasta el suelo y los cultivos. El otoño y la primavera, que viven confinados entre un verano que nunca quiere irse y un invierno que se conforma con descargar su ira los pocos días que le van dejando en el calendario, intentan encontrar su hueco en estos neoalmanaques de cambio climático. Y cuando a las 3 son las 2, y a los de narices más alérgicas el tiempo nos avisa de que empezamos a navegar entre estaciones, octubre y noviembre salen de su crisálida. En un parto diurno, el cielo se empieza a abrir con un sol de nuevos colores. Y uno tiene la sensación de que cada amanecer, tan similar y tan diferente a la vez, es cualquiera de nosotros.
Pones los pies en el asfalto, qué sé yo, a las 7:34 por ejemplo, y salvo que hayas vendido tu alma al iPhone, no puedes dejar de caminar hacia el coche, el autobús o el metro mirando al cielo. Los árboles, los edificios y pájaros madrugadores, recortan su silueta de negro. Y no es para mostrar luto, precisamente, es para no robar protagonismo a la sinfonía de colores que pinta el escenario de la mañana. Y así, de forma informe, pasan a ser espectadores silenciosos de ese fenómeno que cada día nos parece querer decir algo distinto. Como le pasa a nuestro rostro al llegar al trabajo.
El diccionario del amanecer es ese Pantone de pronóstico reservado. Tan pronto es una alfombra de nubes con suela rosa, tan pronto se dora gradualmente, como si el cielo fuera otro juguetito de los dioses y esta mañana a alguno se le hubiera antojado tostarlo en el horno un ratito.
El amanecer no tiene sonido (quién lo necesita con esa maravillosa sinestesia de formas y luces). Y ello conecta también con nuestras mañanas silenciosas, mientras el cerebro se va preparando para la jornada y aún siente morriña de la almohada, o apenas canturrea una canción que disemina la radio entre la frialdad del coche. Y sin embargo, la velocidad de la evolución de colores resuena en nuestros ojos como un concierto exprés. Como si otro de esos dioses, en lugar de desayunar, se pusiera a tocar una pieza de jazz al piano, y esas gotas de música se filtraran como cúmulos que se deslizan por el tobogán azul, o cirros que arañan el cielo y le dibujan un tatuaje que, tristemente, apenas durará unos minutos.
El otoño es la estación que desnuda a la naturaleza. Le arrebata las frutas y las hojas a los árboles. Se apropia de los vientos y las lluvias, y juega con ellas a su antojo. Obliga a hacer la mudanza a insectos y aves. Impone su dictadura de baja luz, para deleite de los lunáticos que también amamos las noches de plata. Y ese bendito equinoccio nos regala atardeceres y amaneceres únicos. Como somos cada uno de nosotros. Más de una vez estos días me he sorprendido embobado mirando al cielo. Y entre alguna nube con forma de dinosaurio, tortuga o un dragón (quién no ha creído ver más de una vez a Fujur surcando azoteas), alguna cara familiar me ha venido a la mente. O la mía propia. Es la magia de ese momento en que el techo del mundo se pinta de albaricoque entre manchas de uvas que empiezan a madurar.
El amanecer es el refugio de los insomnes. Un puñal al trasnochador. Es el sarcasmo del ciego. El consuelo del lunes. Hace madre a las madrugadas y a veces es la madrugada de una madre. El amanecer es rubio y pelirrojo. Y es en octubre y noviembre cuando saca del armario sus mejores colores. Para ti. Para mí. Para ser tú. Para ser yo.
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