La colmena
Magdalena Trillo
Noah
Gafas de cerca
Tras once llamadas a la Policía Local, la vecina desistió. Sus ahorros y deudas los tiene invertidos en un piso céntrico de un barrio que fue, sucesivamente, originario y popular, degradado por el lumpen, buena oportunidad de compra, y después de venta; alternativo y marchoso, deseado por el turismo bueno y, poco a poco, por el turismo tóxico y democrático. La vecina vive de forma estable en el condominio junto con otras tres personas a las que saluda cuando se las cruza en el zaguán o la escalera. Además, hay un apartamento que compró hace unos años un desconocido, que no es de la ciudad y que el inversor -con todo derecho, que eso es lo peor- alquila por redes paralelas a las plataformas visibles, como AirBnb. Mientras que éstas dan ciertas garantías, permiten quejas y puntuaciones y sancionan el abuso del inquilino -cliente beodo y desfase- y el del rentista emprendedor, las otras responden lo mismo que un lagarto egipcio: el guiri que da sus datos para alquilar llevará a diez correligionarios fiesteros, y la noche será para ellos.
Te jodes y bailas; bueno, bailan ellos. Duele la boca al decir que la mayoría de los emprendedores y ocupantes de apartamentos turísticos son sensatos e inofensivos. Pero a quien le duele la cabeza, el corazón y el bolsillo es al comunero de a pie, porque el patrimonio -el de los vecinos ajenos al negocio, digo- siempre se merma con este trajín privadista. Es una irracionalidad que cualquier persona pueda comprar el piso de al lado tuyo y montar una pensión por días u horas. Llamar a una puerta donde la gente va hasta las manillas para pedir respeto es un acto homérico. Te puede costar la humillación o hasta un escupitajo en la pechera, una tragantada. Y días de inestabilidad y desapego del corazón hacia tu intimidad. Una completa injusticia. Derechos privados que conculcan derechos previos. Y ahí está la cosa: las nuevas normativas que surgen para limitar estos establecimientos y forzarlos a ser comuneros decentes no tienen efectos retroactivos. Pero es de ley que la Policía proteja a las víctimas. Acudirá cuando te hayan partido el labio. Mientras, y lo veo defendible, que se apañen los vecinos, los del día a día. ¿Por qué un apartamento turístico sí y una churrería no? Pues miren, también se puede. El martes hablaremos de las cocinas fantasma. Otra mutación degenerativa del maná del turismo. No todos pueden irse a urbanizaciones con alta seguridad o a pisos en la milla de oro. De hecho, la inmensa mayoría no puede. Si te tocó el marrón, se siente.
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