Ignacio F. Garmendia

Personas

Postrimerías

No seremos mejores si convertimos la lengua en un desvarío cacofónico y apenas inteligible

10 de octubre 2023 - 00:00

Como en tantos de los asuntos que ocupan los debates contemporáneos, cada vez más pobres y limitados por la identificación ideológica, es decir menos abiertos y más previsibles, el del extremo lenguaje inclusivo –por diferenciarlo del que adopta unos términos razonables– nos resulta cada vez más ajeno, no porque no compartamos el noble deseo de reconocer y hacer visibles a los colectivos que han sido históricamente discriminados, sino porque desconfiamos por instinto del celo casi autoritario de quienes pretenden cambiar la sociedad por decreto. Tampoco, desde luego, simpatizamos con los que ridiculizan por sistema cualquier iniciativa encaminada a materializar la aspiración a la igualdad, porque no todas son descabelladas y porque la nostalgia de los valores ultramontanos –es bastante cómico que se refieran, ellos precisamente, a los hábitos inquisidores– no nos seduce en absoluto. Ahora bien, sin entrar en esa guerra cultural de la que nos sentimos, por lo dicho, cada vez más al margen, sí cabe rechazar el empobrecimiento gratuito del idioma en favor de una neolengua artificial y redicha que no conlleva ganancia de ninguna clase. De siempre hemos bromeado a propósito del entrañable carácter redundante de la expresión “personas humanas”, pero en el discurso de hoy nos las encontramos por todas partes. Ningún escritor o escritora que tenga un mínimo de oído, es decir, ningún escritor que lo sea de verdad, hablaría de “personas lectoras”, uno de esos sintagmas innecesarios con los que los novísimos pedagogos y los burócratas de las administraciones castigan impunemente a sus víctimas. Quienes se dedican a la enseñanza se ven obligados a padecer las minuciosas e inútiles instrucciones –pajas mentales, en la sabia lengua del vulgo– que las “personas adoctrinadoras” infligen a los hombres y mujeres que tienen la responsabilidad y el privilegio de formar a nuestros niños, pero los adultos no docentes podemos no hacerles caso. Y no es que no haya habido progresos, con perdón, en todos los órdenes, también por supuesto en lo que se refiere a la sensibilidad para detectar usos que hasta hace poco parecían inocuos, como nos explican, con maravillosa severidad, escolares y adolescentes. Humildemente aprendemos de ellos, nos autoincriminamos como pobres diablos del siglo XX y mostramos disponibilidad para la reeducación hasta ciertos límites. En el caso de las palabras, sin embargo, o mejor dicho de las normas dictadas por la profusa casuística de los instructores e instructoras, no hay dudas ni voluntad. No seremos mejores personas si convertimos la lengua en un desvarío cacofónico y apenas inteligible.

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