El lanzador de cuchillos
Martín Domingo
Navidad del niño pobre
Relatos de verano
ABATIDO por la trágica pérdida, hasta el periódico local se hizo eco de la noticia, en la sala de El Estoque donde se celebraban las reuniones de la tertulia, en el lugar que solía ocupar Carmelo, su hermano Marcelino colocó sus cubiertos, un plato de jamón del bueno y su copa -y la llenó de un vino carísimo, uno de esos que se pican sin que nadie lo pida-, como si fuera a aparecer en cualquier momento, tal y como hizo de niño, vestidito de almirante -con el traje de la Primera Comunión- en el día que debía ser enterrado por primera vez, o como lo hizo tras ese misterioso y largo viaje que no le quiso contar a nadie -y eso que lo intentaron, y mucho.
Nadie sabe lo que pudo pasar por su cabeza, lo único cierto es que tras la muerte de su hermano y madre, lo poco que disfrutó Angelita de una vida sin penurias y sin rodillas en las losetas, Marcelino ya no volvió a ser el de antes. Huraño, solitario, taciturno, ermitaño, raro, distante o evasivo son algunos de los calificativos que se le podrían adjudicar. Aunque no lo comunicó de forma expresa, Marcelino se distanció de su profesión, apenas toreaba y era muy difícil encontrarlo en los actos sociales que acostumbraba. Cuatro o cinco corridas con las que ganar dinero fácil y con las que poder seguir justificando una actividad que no era tal y una profesión que nunca le terminó de gustar. También se distanció de sus amigos, del restaurante, como si se encontrara en una fuga continua.
Aun así, cuentan que Marcelino, tal y como le adjudican al mismísimo Juan Belmonte, se encerró durante horas en el tentadero de su finca con un toro negro y astifino. Dicen que lo estuvo toreando sin precaución, dejándose rozar el vientre por las astas del animal, sin miedo, promoviendo la cogida con descaro, como el José Tomás más desaforado. Hay quien llegó a contar, puede que por mantener la similitud con Belmonte, que después de varias horas de pases y más pases, cansado el toro de tanto embestir, Marce se encerró en su dormitorio y que durante unos minutos estuvo jugueteando con la pistola que escondía en la mesita de noche, pensándose la conveniencia de apretar el gatillo.
Como su difunto hermano Carmelo, con frecuencia copiamos lo que no debemos, Marcelino comenzó a beber sin control, sin reparo, a cualquier hora del día, sin un motivo concreto, solo o en compañía, le daba igual. También se contaron otras muchas historias de Marcelino, ninguna sana, que una vez que se empieza con este tipo de habladurías parece que no hubiera final ni límites. Es otra forma de morirse, dijeron, más lenta, menos brusca, pero con más etiquetas.
-Anda, que no sale de la casa aquella…
-En los casinos ya ni le dejan entrar…
-Si su madre lo viera, pobrecilla, con lo que esa mujer hizo por estos niños…
No hace mucho, seis o siete años, puede que menos, la leyenda de los Torres escribió una nueva página, protagonizada por Marcelino -como no podía ser de otro modo: era el único que quedaba vivo, aunque en ocasiones su aspecto fuera el de un muerto-. Después de una corrida en un pueblo cercano, un festival benéfico para recaudar fondos con los que ayudar a una niña enferma que requería de una operación muy cara en el extranjero, varios años sin vestirse de corto tuvieron que emplearse a fondo para convencerlo, después de una cena en la que se excedió con la carne y los digestivos -un digestivo escocés para bajar todo esto-, tampoco se comportó de un modo extraño, en sus parámetros habituales, a Marcelino se le paró el corazón, en un segundo, mientras se reía a carcajadas.
Entre unos cuantos hombres lo pudieron colocar sobre una mesa, y mientras uno trataba de practicarle el boca a boca, otro le propinaba unos fuertes y atropellados puñetazos en el pecho -más parecía una venganza que una reanimación-. Lo vas a acabar de rematar tú, menuda paliza, dijo uno; déjame, que esto lo he visto yo en una película, respondió el improvisado socorrista.
Ya en la ambulancia, que tardó bastante menos en llegar de lo que muchos ya protestaban, pudo ver Marcelino -Marce para los conocidos- una luz brillante al final de un túnel, y también pudo ver de nuevo a su hermano Carmelo -encogidito en su traje de almirante-, muy repeinado y sonriente, que lo llamaba desde la distancia: "Vente conmigo, Marce, vente conmigo". Pudo ver a su padre, sobre la mesa del cementerio en la que aguardó la muerte definitiva, lo saludaba con parsimonia y torpeza, como un rey en el exilio. Pudo ver las luces de la ambulancia, la nariz del camillero, los caracolillos de un enfermero, los tubos, las verdes batas, y pudo sentir como una fría y metálica mano, con forma de plancha, le aplastaba el pecho, antes de que la electricidad sacudiera todo su interior. "Se nos va, se nos va", alguien dijo.
A punto de llegar al hospital, acompañado por una sinfonía de pitidos, sirenas y gritos, Marcelino abrió los ojos para sorpresa de los presentes, que no podían dar crédito a lo que contemplaban. Hubo suspiros profundos, gritos de terror, que esas cosas impresionan, y mucho, y hasta algún desmayo a las puertas de la clínica. Atado a la camilla, los ojos abiertos de par en par, Marcelino tenía el gesto de ese niño en su primer día de parvulario.
-¿Dónde estoy? -preguntó, tras girar la cabeza y al tiempo que se separaba los tubos y los cables de su cuerpo.
-Creíamos que estaba muerto… -apenas pudo decir el camillero que lo acompañaba.
-No se vaya a creer usted que anda muy desencaminado…
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