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Sin ánimo de llegar a ser un inventor de palabras como se definía a sí mismo Matías Martí, el personaje interpretado por el propio Cela en la versión cinematográfica de La Colmena, saco a relucir el término turismocracia, impulsado por las circunstancias a las que estamos sujetos por mor de la ineficacia de los administradores y la voracidad ilimitada de algunos administrados. Matías Martí, que no quería ser reconocido como poeta ni como escritor, sino como creador de más de mil palabras que no se molestaba en registrar y que regalaba a quien las quisiera utilizar, lanzó el término bizcotur, que define como aquél que, además de ser bisojo y mal encarado, mira con aviesa intención. De la misma forma, la turismocracia podría definirse como la manera de gobernar de forma totalitaria y dictatorial con el único objetivo de favorecer los intereses de la industria del turismo en detrimento de los derechos del resto de los ciudadanos.
La turismocracia es una forma de tiranía consentida a la industria hostelera y turística que ve justificados todos sus excesos basándose en el supremo fin de ganar dinero y mantener puestos de trabajo. En principio no hay nada en contra de tan nobles objetivos, pero el problema surge cuando los derechos de unos colisionan con los medios utilizados por otros. El ciudadano normal no es nadie cuando se enfrenta a una empresa poderosa o a una patronal bien representada. Los que hemos nacido en el centro histórico y tenemos la osadía de seguir viviendo en él, padecemos el acoso de los apartamentos turísticos y de las franquicias encaminadas a exprimir los pocos euros de los que suelen disponer los turistas de bajo coste que integran el grueso de nuestros visitantes. Los comercios tradicionales se baten en retirada, las aceras están invadidas por veladores, las entrañables tiendas denominadas de ultramarinos y coloniales forman ya parte del pasado.
Mis hijos han correteado por las plazas del casco histórico, cosa actualmente imposible por culpa de un acto totalitario de turismocracia. Los bancos públicos ya no existen prácticamente y si queda alguno es incorporado directamente a la mesa de algún establecimiento que se adueña del espacio público. Para colmo, la pléyade de artistas callejeros que te rompen el oído con sus guitarras y voces cascadas y, tras ellos, el tío del acordeón que siempre toca lo mismo. ¡Para salir corriendo!
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