Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Dónde están mis cuatro euros?
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Forzando los límites etimológicos del término, en principio referido a las vidas individuales, hay biografías de ciudades, países, siglos o civilizaciones, pero cabía pensar también en una biografía de la humanidad en su conjunto y eso fue lo que hicieron hace unos años José Antonio Marina y Javier Rambaud, en un libro así titulado donde proponían un recorrido por la evolución de las culturas a partir de una perspectiva que resta importancia a la herencia biológica en favor de lo que los humanos, definidos como “animales espirituales”, han creado desde que nuestros remotos antepasados empezaron a producir las primeras herramientas. “En todos nosotros resuenan voces antiguas”, afirmaban, invitando a preservar –en un tiempo obsesionado por la innovación, cuyos apóstoles pronostican el nacimiento de una era bien distinta– una memoria colectiva que definiría lo específicamente humano. Si el genoma ha logrado descifrarse, precisaban, tal vez sea válido hacer lo propio con lo que no se hereda a través de la sangre, reconstruyendo en virtud de una suerte de “genética cultural” el entramado de instituciones, códigos, lenguajes o técnicas que se ha transmitido a lo largo de incontables generaciones. Nuestro presente es el resultado de hechos, relatos y decisiones del pasado que pueden identificarse para hilar una secuencia reveladora, pero esta no se compone por mera acumulación, sino atendiendo al impulso del que nacieron tanto las realizaciones admirables, tan precarias, como la destrucción y el espanto. Los hechos culturales tienen una dimensión psicológica y muestran, como ya sugería Dilthey, la intimidad de la especie. No tenemos claro que pueda enunciarse, a partir de lo que los autores llamaban la ciencia de la evolución cultural de la humanidad, una “ley del progreso ético” que marcaría el camino para un modelo universalmente válido, con los muy loables objetivos de erradicar la pobreza, la tiranía, el dogmatismo o el odio a la diferencia, pero sí parece oportuno preguntarse por todo lo que nos une cuando tantos en tantos lugares invocan supuestas especificidades –nacionales, religiosas o políticas, en definitiva identitarias– que justificarían vías excluyentes y alternativas a las señaladas por un ideario en lo fundamental esbozado –y demasiado bien sabemos que su formulación no evitó atrocidades nunca vistas– en la edad de la razón ilustrada. Es importante conocer de dónde venimos, quiénes y desde cuándo han pensado las mismas cosas y qué respuestas aportaron, cómo unas soluciones se impusieron y cuáles han sido benéficas o qué otras resultaron nefastas. Si tenemos que despeñarnos, en fin, que no sea por ignorancia.
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