El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Quousque tandem
Se nos hundía el suelo bajo nuestros pies y no nos dábamos cuenta. Hasta que quisieron los astros que llegaran, para salvarnos, los profetas de la corrección política y la resiliencia inclusiva. Al fin, ya no se pueden comprar Conguitos en el bar del Parlamento de Cataluña. Los han retirado definitivamente por sus “connotaciones racistas”. Y eso que estaban requetebién, vestidos de chocolate con cuerpo de cacahuet. Es el signo de los tiempos.
Espero que el siguiente paso sea prohibir el chocolate negro. Y el blanco. Y el Flan Chino y el Brazo Gitano. O referirse a ellos usando su código de tono Pantone. Además, es inexcusable legislar qué platos podrán servirse en los restaurantes. Sería indignante manchar una carta progresista e inclusiva con nombres como “papas a lo pobre” o “ropavieja”, claramente aporofóbicos. Por no mentar la “olla podrida”, ofensa a ecologistas y defensores del Healthy Lifestyle. Y, por supuesto, adiós a los “soldaditos de pavía”, evidente muestra de un militarismo inadmisible y peor aún que llamar “pistolas” a las barras de pan. ¿Qué pretenden? ¿Crear violencia desde las tostadas? ¿No lo ven? ¿No son conscientes de cómo inducen al alcoholismo los “bizcochos borrachos”? ¿Y qué me dicen de las “tetas de novicia”? Puro machismo heteropatriarcal y tal y cual, pascual.
Otra cosa serán esos platos nacidos del pueblo llamados “engañamaridos”, “huevos tontos” o “matamaridos”. Se les puede… se les debe dejar. Es claro que todos los hombres, según la izquierda superferolítica y ofendidita, somos violadores en potencia. Así que si nos engañan o nos sacan billete de ida para ir a saludar a San Pedro, tampoco va a perder nada el mundo.
Pero hay que acabar con siglos; ¿qué digo siglos? Milenios de heteropatriarcado, colonialismo y fascismo. Porque todo esto es fascismo. No hay nada más fascista que los callos con garbanzos o las insultantes “manitas de ministro”. Y asumir que ya no es admisible ofrecer croquetas si no hay posibilidad de pedir también “croquetos” y “croquetes”. Por lo menos. Que quedan más vocales. El futuro debe estar exento de cualquier atisbo de discriminación. Así, la luz que nos guiará será la de las nuevas monjitas laicas progresistas a las que asusta el lenguaje, aborrecen la libertad, viven en sus mundos de Progreyuppi y son incapaces de entender que el insulto no está en qué, sino en cómo se dice. Y si no lo quieren entender recuerden la copla: “Siete sabios, y no más, contó la Grecia algún día: resta, hijo y ya sabrás, cuántos tontos contaría”.
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