Bloguero de arrabal
Ultraoceánicos
DE todas las posibles formas que se nos abren a la hora de reencarnarnos -demonios incluidos-, la humana es la más remota e infrecuente. Para que sus discípulos pudiesen hacerse una idea de esta realidad, el Buda recurrió a una fábula. Un marinero arroja a la superficie del océano un anillo que consigue flotar. Bajo el agua, dormita una tortuga que sólo emerge cada seiscientos años. Una mañana, el animalito asoma la cabeza y ésta calza perfectamente en la joya. Podría haber aparecido un siglo antes o uno después, diez millas al Este o cuatro al Sur; sin embargo, lo hace en el instante justo y en la coordenada necesaria. De la misma manera, insiste Siddartha, que el alma vuelva a tener la posibilidad de encarnarse en cuerpo de hombre o mujer es un milagro del azar que no debería desaprovecharse.
Cada vez que se acerca San Valentín, recuerdo sin remedio la parábola budista. Desde que nos iniciamos en el amor y sus sucedáneos, vamos enfrentando situaciones desatinadas que invitarían a la vida monástica. Cuando todavía estamos tirándonos bolas de papel con los compañeros de clase y maldiciendo del acné por las esquinas, caemos en la cuenta de que durante el resto de nuestra vida tendremos que solucionar la formidable cuadratura del círculo que es mantener la monogamia en un mundo que llama a primaveras. De ahí en adelante, tacita a tacita, toca aprender que la mano que hoy deja mensajes en el vaho de la luna del coche es la misma que mañana firmará la propuesta de divorcio y que lo que a los veinte se nos antoja un lunar gitanísimo y pinturero comienza a considerarse verruga pilosa a partir de los cuarenta.
Un día, no obstante, en medio del chapapote y de los restos del naufragio, la tortuguita saca inesperadamente la cabeza y la encaja en el anillo. Llegada esa hora, la de la mirada definitiva que nos vuela el corazón a bocajarro, alcanzamos la certidumbre de que no moriremos solos. Que de eso se trata.
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