La esquina
José Aguilar
¿Tiene pruebas Aldama?
SUGIERO para estos días navideños la lectura o relectura, según sea el caso, de alguno de los textos de Tony Judt, historiador británico fallecido en 2010, cuyo análisis del mundo de hoy nos sirve más que nunca. No ha habido artículo sobre la socialdemocracia, escrito en los últimos dos años, que no haya integrado los argumentos, visiones y reflexiones de este pensador, amante del ferrocarril. Es en este punto donde converge con la actualidad de este 23 de diciembre de 2012, día redondo en la historia de la alta velocidad en Málaga. Cinco años han pasado desde que entrara en la estación María Zambrano de Málaga la primera locomotora procedente de Madrid. Málaga daba la última puntada de la red española de alta velocidad. Como diputado en el Congreso, si se sumaran mis intervenciones e iniciativas, la nube de categorías resultante tendría un protagonista: el proyecto del AVE.
Fue una historia casi diaria, de especial interés para los medios de comunicación locales, algo lógico dada la relevancia evidente del proyecto, su complejidad y su coste. Ha sido el icono del periodo de mayor inversión pública en nuestra provincia, que siempre recordaré que fue una clara apuesta de los gobiernos de José Luis Rodríguez Zapatero, y del empuje primero de Magdalena Álvarez, como consejera de Economía andaluza y después ministra. Años de inversiones más que necesarias realizadas en época de crecimiento. Se hicieron muchas cosas, quizá los socialistas debimos explicar mejor por qué las hacíamos, o al menos, dedicar el mismo tiempo que dedicábamos a decir qué hacíamos. En el proyecto de la alta velocidad, latía en lo profundo la conquista del sueño colectivo -planeaba el agravio como no podía ser de otra manera- de que nuestra capital y su provincia estuviera conectada al futuro que representa el ferrocarril como medio de transporte. No era un sueño nuevo. Málaga entraba en el siglo XXI con una aspiración y necesidad que había surgido en el XIX. En palabras de Judt, "lo que por cierto lapso fue anticuado se ha vuelto, una vez más, muy moderno", afirma sobre el tren.
El interés de Judt por los trenes era ideológico, aparte de personal, pues le permitía refugiarse en su soledad ("estar' siempre me ha producido tensión. En cambio, encaminarme a algo era un alivio. Y el tren, el paraíso", dejó escrito), a la vez de gozar estéticamente de las grandes estaciones, "grandes catedrales". Judt defiende el motor transformador del ferrocarril que conecta ciudades, un ir y venir de ideas e historias humanas, que permite que el campo se acerque a la urbe -su análisis debemos enmarcarlo dentro su Gran Bretaña nata- y lleva la modernidad ("ya no vemos el mundo moderno a través de la imagen del tren, pero seguimos viviendo en el mundo que hizo el tren").
Me apoyo en Judt, el gran defensor de lo público y colectivo, de las causas comunes frente al individualismo que alumbró el mayo francés, porque comparto por completo el marco de su reflexión ideológica sobre el ferrocarril que desgrana en sus obras: el servicio público ferroviario como metáfora de aquello que construimos entre todos y todas, aquello que sólo podemos alcanzar juntos, que cuando cae en manos privadas, se desmantela, se degrada y acaba desapareciendo. (Fue el caso británico o el estadounidense, más allá de explicaciones sobre la competencia entre medios de transporte, los vaivenes sobre su impacto medioambiental y las crisis energéticas). Y metáfora de los riesgos actuales del sector ferroviario español.
El árbol de la necesaria modernización de nuestras administraciones públicas nos impide ver el bosque de las consecuencias derivadas de las decisiones que el PP está tomando sobre los servicios -sanidad, educación, empleo. Aunque más peligroso es el riesgo en nuestra convivencia, porque, si se trata de citar a Judt, me quedo con esta reflexión: "Una vez que dejemos de valorar más lo público que lo privado, seguramente estaremos abocados a no entender por qué hemos de valorar más la ley (bien público por excelencia) que la fuerza".
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