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Cuando el western, aún en el mudo, ascendió a las grandes superproducciones épicas, Ford estaba allí: si en 1923 fue The Covered Wagon de Cruze, en 1924 fue su The Iron Horse. Cuando el western se hizo adulto abordando temas humanamente complejos sin renunciar a su esencia épica y paisajística, Ford estaba allí con la fundacional La diligencia (1939), cuyo guion se basaba en una novela Ernest Haycox inspirada en Bola de sebo de Maupassant. Cuando Hawks cargó el western de dramatismo shakesperiano con Río Rojo en 1948, Ford ya lo había hecho en 1946 con Pasión de los fuertes (en la que, por cierto, un pobre actor ambulante recita Hamlet en un saloon).
Explica muchas claves de su personalidad que entre 1939 y 1946 no rodara películas del Oeste. Fueron los años del Ford más social de Las uvas de la ira (1940), La ruta del tabaco y Qué verde era mi valle (ambas de 1941), y más comprometido con la guerra con obras de ficción (Hombres intrépidos y No eran imprescindibles, 1940 y 1945) y los documentales rodados en primera línea de combate en el Pacífico (La batalla de Midway) con tal valor personal que fue herido y condecorado, alcanzando el grado de contraalmirante.
En el frente admiró el valor y compañerismo de los soldados que inspiró gran parte de su obra posterior dándole ese tono tan hondamente sincero que lo aleja del superficial patrioterismo y militarismo. Entre 1948 y 1950 rodó la trilogía de la caballería –Fort Apache, La legión invencible, Río Grande– a la que una década después, entre 1959 y 1961, sumó la conformada por Misión de audaces, El sargento negro y Dos cabalgan juntos. Antes había rodado sus deliciosas películas irlandesas –El hombre tranquilo (1952) y La salida de la luna (1957)– y Centauros del desierto (1956), una de las mejores películas de la historia del cine y la cumbre del género, abriendo el camino al western otoñal que culminaría con El hombre que mató a Liberty Valance (1962) y Cheyenne Autumn (1964).
Hoy hace cincuenta años que este genio del cine –para mí el más grande del americano, como Renoir lo es del europeo y Ozu del oriental– falleció en su casita de Palm Desert. Fue Welles quien dijo que los tres mejores directores de la historia eran Ford, Ford y Ford. Se cuenta que, tras recibir los sacramentos, dijo “¿y ahora alguien puede darme un puro?”. Si es leyenda, imprímase. Es lo que le pega a este genial “maldito loco irlandés”.
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