Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Quousque tandem
Lo quiero imaginar como el niño que corría camino del Conservatorio con su bayán al hombro y lo echaba junto a las mochilas para jugar al fútbol con los compañeros del colegio. O el adolescente ilusionado por las alabanzas a su esfuerzo y virtuosismo con ese exquisito acordeón ruso que tantas veces suena majestuoso en las obras clásicas. Incluso podría verlo bromeando con sus amigos mientras tocaba alguna canción pop o una balada rock en la sala de ensayos. Presiento días de estudio y esfuerzo hasta conseguir el objetivo soñado de ser director de orquesta. Y también, años después, me lo figuro nervioso por primera vez ante un atril, dando la entrada a los maestros de alguna pequeña orquesta con la que iniciaría su carrera. Hoy, los profesores de la Filarmónica de Jerson que tantas veces estuvieron atentos a sus instrucciones, llorarán desconsolados la pérdida de su director. Y quizá, sobre el atril desnudo, sólo quede una batuta quebrada por un balazo ruso.
Estoy convencido de que Yuri Kerpatenko hubiera querido ocupar un lugar en la historia gracias a sus logros musicales y no por acabar su vida frente a un criminal pelotón a la puerta de su casa. El asesinato del director de la Orquesta y del Teatro Mikola Kulish de Jerson, que fue acribillado a tiros por negarse a participar en una fanfarria del Ejército de ocupación ruso, no es solo una muestra de brutalidad, tan habitual desde el primer día en la invasión de Ucrania. Es mucho más. Y lo es porque no se trata de la acción anárquica de una soldadesca amotinada o de la represalia salvaje de unos soldados borrachos. Lo es porque forma parte de la estrategia de terror impuesta por el invasor en esta guerra. No es la excepción, sino la regla. Una regla que demuestra el desprecio absoluto del invasor por la vida humana, su infinita ausencia de humanidad, de compasión, de piedad, de sensibilidad y hasta del más mínimo decoro. No es la única atrocidad que hemos conocido en esta guerra y lamentablemente, no será la última iniquidad de la que tengamos noticia. Cuando la crueldad se convierte en el motor del alma humana, toda racionalidad se vuelca en infligir daño gratuitamente, provocar el horror, implantar el miedo y esparcir la muerte, banalizando el mal como si toda esa ferocidad fuera, sencillamente, fruto de la obediencia debida y el cumplimiento del deber. Nada más lejos de la justicia. La moral está por encima de toda orden injusta.
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