El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Aristótelesa se adentró en el estudio de los regímenes políticos y las claves del buen gobierno relacionando ambos con lo que denominó la “eudaimonia”, que se puede traducir como la felicidad o el bienestar. En su obra Ética a Nicómaco pone el foco en la ética para alcanzar la felicidad que es el objetivo principal de la vida humana. Y define la felicidad, no como la mera satisfacción emocional o el placer efímero, sino como el estado de realización de las capacidades humanas en su máxima expresión. De ahí que el filósofo entienda que el mejor régimen político será aquél donde todos los hombres puedan vivir con felicidad. Será propio del buen gobernante y legislador “estudiar cómo una ciudad, el género humano o toda otra comunidad participarán de una vida buena y de la felicidad que le es asequible”, en resumen, el ejercicio del buen gobierno es hacer posible la felicidad.
Los economistas hemos estado persuadidos siempre de que la felicidad se ha basado en la riqueza. A más riqueza o mayor renta, más bienes, mejores condiciones de vida y mayor bienestar y, por tanto, mayor felicidad. Por el contrario, la pobreza es muy difícil de sobrellevar y es causa la infelicidad. Sin embargo, lo que conocemos como “paradojas de la felicidad”, nos dice que su estudio, que debe ser el objetivo fundamental de la política económica, debe tener una perspectiva mucho más amplia que la expuesta. La presunción de los economistas fue asumida por los políticos de tal forma que, lejos de enfocar su gobernanza hacia el objetivo de la felicidad del pueblo, se han centrado en conseguir a toda costa y en exclusividad la mejora de los índices macroeconómicos y de las rentas, por la vía de ayudas y subvenciones, como éxito de su misión.
En España estamos viviendo una época en que los políticos están tan lejos de perseguir la felicidad del pueblo que, por más bienestar que se empeñen en lograr, la infelicidad se palpa en todos los estamentos sociales. A eso nos ha llevado la obsesión de todos los partidos políticos por lograr un único objetivo: el poder. Para ello han caído en el maquiavélico axioma de que el fin justifica los medios. En ese momento se enterró la ética en la política. Fue sustituida por la mentira.
Una vez, mi sabio amigo Lucio me dijo que eran tres las fuerzas por las que se movía el mundo: poder, dinero y sexo; pero después, leyendo al filósofo francés Jean-François Revel, supe que se le había olvidado de una fuerza aún más potente que las tres citadas: “La primera de todas las fuerzas que dirigen el mundo es la mentira”, decía. Qué triste es gobernar teniendo la mentira como principal arma de gobierno. Porque es muy fácil engañar. Y aún más fácil a los hombres de bien porque, como bien decía Baltasar Gracián: “cree mucho el que nunca miente, y confía mucho el que nunca engaña”. En nuestra España “la mentira ha llegado a ser no sólo una categoría moral, sino un pilar del Estado”. Esta frase no es mía, se la dijo Solzhenitsyn a los dirigentes de la URSS cuando Nikita Jrushchov era secretario general del Partido Comunista.
Hasta cuando el Gobierno dice de algo que es un bulo, está mintiendo. Incluso es capaz de elevar una mentira a querella. Sí, contra un juez. Y utilizando toda la maquinaria jurídica del Estado (abogacía y fiscalía) para defender a un privado, como es su esposa Begoña Gómez, en una causa privada, como son los presuntos delitos de tráfico de influencias y apropiación indebida. ¡Qué ética y qué buen gobierno! ¡Cómo ser feliz así!
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