
Monticello
Víctor J. Vázquez
Una pérdida de tiempo
El mundo de ayer
EL hombre de la foto está abriendo una puerta blanca de barrotes metálicos. En el marco se advierten ligeras manchas de humedad o de óxido. El hombre, de unos cuarenta años, abre la puerta con una mano, y en la otra sostiene un papel, tal vez un documento legal. Viste una sudadera blanca y negra con capucha granate y el vientre a rayas, pantalones de chándal negros, chanclas de Nike negras con el logo blanco. Hay manchas de sangre seca por toda la sudadera.
Es calvo y con barba, con rasgos mediterráneos, y parece cansado, preocupado. Sus ojos se muestran abatidos o desafiantes. El hombre es de Gaza, y los más informados habrán podido adivinar que su nombre es Hamdan Ballal, el activista palestino que, como codirector de No Other Land, ganó el Oscar al mejor documental hace unas semanas. La foto lo muestra saliendo de un centro de detención israelí, donde según dice ha estado maniatado y con los ojos vendados. El día antes unos colonos israelíes se habían tirado un buen cuarto de hora pegándole una paliza delante de su mujer y sus hijos.
Debo reconocer que, después de muchos años sometido a una corriente de imágenes de cuerpos blancos por el polvo, de esqueletos de edificios y de colas del hambre, tengo el poder de llevarme la comida a la boca mientras veo a gente muerta o morirse en la tele. Soy capaz de ello incluso cuando, en momentos prometidos ya por el ritual de la violencia televisada, una mujer se arrodilla ante el cuerpo de su hijo o de su nieto, o un hombre carga a cuestas, no se sabe a dónde, con un niño muerto. Lloran mucho, y a veces miran al frente sin mirar, como si a ellos también los hubieran matado.
Esta terapia de insensibilización ha transformado a un pueblo entero, el de Gaza, haciéndolo pasar por dos posibles moldes antes de llegar a nuestros ojos: señoras mayores con velos negros, hombres jóvenes con ropa deportiva y chanclas, sucios, sudados, gritones todos. En la gala de los Oscar, Hamdan Ballal lucía traje negro y camisa negra, y parecía un hombre de la cultura, sofisticado, respetable, alguien como nosotros. Al cruzar los barrotes, en la foto, parece un palestino más, uno de esos seres despersonalizados, intercambiables, prescindibles, que mueren a puñados cada día.
Cuando las balas dejen de matar gente, las imágenes seguirán matando, sepultando la voz de los individuos, sus sueños, sus ideas, su bondad y su maldad, su humanidad. Serán sólo algo que al morir perturba nuestro almuerzo, un bicho molesto, cenizas alzándose en el cielo de Auschwitz.
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