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Sobre las milenarias tablas del teatro que mandó erigir Agripa, ha programado el Festival de Mérida una versión excepcional de Coriolano. Y como todo Shakespeare, inmortal, moderno y vigente. Porque así es la historia del general romano, héroe y traidor a Roma. Amado y odiado con la misma pasión que él, en su soberbia, derrocha para despreciar a todos. La traición a los principios, a la patria o a los propios hermanos, es una constante en la historia y un acicate para conseguir y detentar el poder a cualquier precio: de Audax a Pétain o de Bruto a Benedict Arnold, símbolo del traidor en EEUU.
La magistral pluma de Shakespeare disecciona, como el bisturí de un experto cirujano, la realidad social de aquella Roma, tan lejana en el tiempo, como cercana en la inestabilidad social y los populismos liderados por advenedizos hábiles en el engaño. La lucha por el poder y el espolear de las ambiciones son tan viejas como el hombre. La Humanidad ha evolucionado a lo largo de los siglos, pero el alma humana sigue siendo un campo de Agramante donde se enfrentan vicio y virtud e impulso y razón junto a ideales y pasiones que como las dos caras de Jano que los romanos situaban en sus puertas, pueden ser principio o fin, libertad o prisión, cuando no vida o muerte. Somos tan capaces de amar con empatía como de odiar con indiferencia. De dar la vida y de matar, de buscar el bien o entregarnos al mal porque sufrimos emociones difíciles de domeñar si carecemos de la fortaleza moral necesaria.
Recorre el Bardo la vía del Senado al Foro con la misma ágil pluma que uno de aquellos viejos cronistas políticos más comprometidos con la verdad que con sus preferencias políticas. Salta a la palestra el líder que se tiene por providencial para dirigir a ese pueblo que detesta y que cree que no merece más que ser postergado y comprado con pan y circo. Un pueblo que jaleado por cabecillas que se orientan, como veletas, según el viento gobernante, es pasto de agitadores y contemporizadores. Héroes y villanos. Y con ellos, los pusilánimes y los arrojados, los rectos y los vengativos.
Porque el poder, que solo es justo cuando nace de la voluntad libre de los ciudadanos, es demasiado frágil para entregarlo a nadie sin contrapesos ni vigilancia. Quizá por eso, la democracia trata de cómo acceder legítimamente a él y el liberalismo de cómo limitarlo. Si seguimos tropezando debe ser porque hemos arrumbado a los clásicos.
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