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El problema migratorio, con esos cayucos desbordados de miseria buscando el refugio de nuestras costas meridionales, que es tanto como decir nuestro sacrosanto bienestar, nos interpela a todos, y tanto más a los que nos consideramos seguidores de Jesús de Nazaret (y de hecho hacemos manifestación pública de nuestro cristianismo con una frecuencia diríamos que excesiva, aunque ese es otro problema), hasta el punto de llegar a la incomodidad, si contrastamos la opción por la seguridad que un día sí y otro también se nos hace ver desde algunas tribunas conservadoras, con la respuesta vehemente del Papa Francisco, para quien rechazar la inmigración “es un pecado grave”.
Ciertamente la opción preferencial por los pobres se encuentra en la médula del Evangelio (ya saben, Mateo 25, “porque tuve hambre y me disteis de comer; tuve sed, y me disteis de beber; fui forastero, y me recibisteis…”) y ha sido desarrollada con meridiana claridad por la Doctrina Social de la Iglesia, configurando los derechos humanos como universales e inviolables, encaminando sus prerrogativas hacia una solidaridad de carácter ético-social, descartando la sentimentalidad propia de lo superficial en aras de una actitud firme y perseverante. La emigración es considerada en la Gaudium et spes conciliar como un derecho fundamental y no sólo Francisco, sino también San Juan Pablo II y Benedicto XVI la han tenido muy presente en sus encíclicas y cartas pastorales, poniendo la ayuda e integración por encima del mero asistencialismo.
El problema, no obstante, reside en conciliar todo ese magisterio con la realidad de una sociedad cada vez más global y competitiva, donde los derechos de los nacionales no están ni mucho menos asegurados. ¿Está en condiciones un Estado endeudado que apenas si puede atender a los de adentro de acoger como si tal cosa también a los de afuera? Naturalmente que no, como tampoco ese mismo Estado estará ya mismo en condiciones de pagar las pensiones de sus jubilados si no ingresa también por las cotizaciones de sus inmigrantes. Frente a los cómodos enfoques que lo supeditan todo a la seguridad y a la asimilación forzosa de nuestras costumbres, como si todos tuviésemos las mismas, el gran reto no alcanzado sería mirar el problema como lo que es, una vulneración de los derechos humanos contraria a los más elementales valores evangélicos. Todo lo demás es cinismo e hipocresía… y sobre todo muy poco cristiano.
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