El lanzador de cuchillos
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Varios periodistas han usado la expresión “defraudador confeso” para referirse a un investigado por fraude fiscal que, a través de su abogado, propuso a la fiscalía un acuerdo de conformidad dirigido a limitar de forma pactada el contenido de su condena por unos hechos que él admite haber perpetrado. En dicha comunicación, el investigado “reconoce íntegramente los hechos” y admite que “ciertamente se han cometido dos delitos contra la Hacienda Pública”. Los periodistas que usaron dicho término han recibido una notificación en la que se les anuncia una querella por injurias y calumnias, basada en el hecho objetivo de que el aludido no ha sido aún condenado y la expresión usada para referirse a él le estaría ya atribuyendo públicamente tal condición. Algunos colegas, cuya opinión aprecio, consideran que, efectivamente, la improcedencia de los profesionales de la información, en el uso de la lengua de los juristas, no es excusable. La presunción de inocencia de quien ha hecho esa confesión no ha sido aún destruida, pues no hay condena, y además el juez tiene, según nuestras normas procesales, la obligación de practicar todas las diligencias necesarias para esclarecer los hechos, sin que dicha confesión le dispense de ello. Con el respeto que me merecen estas opiniones creo que las mismas incurren en un clásico error gremial del jurista que es el de pretender someter la realidad social a la lengua del oficio. Más allá de que la presunción de inocencia es un derecho procesal que no puede ser vulnerado por un profesional de la información, castigar penalmente a un periodista que, utilizando una expresión del todo lógica e inteligible en el lenguaje común, califica como defraudador confeso a aquel que afirma haber cometido dos delitos contra la hacienda pública, sería un acto jurídico del todo punto incomprensible para cualquier ciudadano. El derecho es un saber técnico, pero no puede ser una esfera refractaria al uso común del lenguaje sino al precio de hacer no comprensible la esfera de la justicia. Que la lengua de quienes crean opinión pública no tiene que plegarse a la lengua procesal de los juristas es algo que ha afirmado nuestro Tribunal Constitucional o el propio TEDH, recordando el lugar no vasallo que ha de ocupar la libertad de información en una sociedad democrática. En el Elogio de la Locura, criticaba Erasmo a “los jurisconsultos que reclaman entre los doctos el primer lugar y… hacen creer que sus estudios son los más difíciles de todos”. Sigue vigente esta advertencia para cualquier jurista, en especial para los mejores.
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