
Envío
Rafael Sánchez Saus
Un día en la Fernando III
Confabulario
Ya lo habrán leído ustedes. Un eurodiputado francés, Raphaël Glucksmann, ha pedido que se restituya a Francia la estatua de la Libertad, dado que el señor Trump no representa, a su juicio, dichos valores. A esta propuesta, un tanto descortés, la portavoz de la Casa Blanca, doña Karoline Leavitt, ha respondido que gracias a su país “los franceses no están hablando alemán en este momento”. Como se ve, nunca hay que desaprovechar una oportunidad para pasarlo bien. Decía Clausewitz, al comienzo de su obra póstuma, De la guerra, que “la guerra es la simple continuación de la política con otros medios”. Pero, claro, a la vista de la actualidad diplomática y parlamentaria, también cabría afirmar lo contrario: la política es una extensión, algo más limpia y obsequiosa, de las hostilidades bélicas.
Teniendo en cuenta la respuesta de la señora Leavitt, el señor Glucksmann podría haberle recordado que fue gracias a la Francia de Luis XVI y la España de Carlos III como la antigua colonia británica se convirtió en los Estados Unidos de América. Pero estos ejercicios de melancolía no sirven más que para recobrar algún nombre o algún episodio olvidados. En el caso español, el militar malagueño Bernardo de Gálvez o el empresario bilbaíno Diego Gardoqui, quien proporcionó pertrechos, munición y mantas a la tropa americana, y quien entregó dos hermosos burros españoles a George Washington, regalo de Carlos III. En cuanto a la parte francesa, recordemos la fascinación que suscitó el embajador de los rebeldes, Benjamin Franklin, en la Francia del Ancien Régime. Según destaca el historiador sevillano Jesús Pabón, tanto como el inventor de la armónica y el pararrayos, el Franklin que llega a Francia, desprendido de la peluca dieciochesca, fue la encarnación viva y palpable de una ensoñación europea: el buen salvaje roussoniano. Recordemos también que el hijo de Franklin iba con los monárquicos británicos. Pero es su nieto, quien lo acompañaba, el que nos proporciona la anécdota más significativa. Al encontrarse Franklin y Voltaire, el inventor americano pidió al filósofo que bendijera a su descendiente. Entonces el muchacho se arrodilló y el anciano dijo, imponiéndole su mano, ante un silencio general: “Hijo mío; acuérdate siempre de estas dos palabras: Dios y libertad”.
Todos estos asuntos nos llevan a señalar algunas cuestiones de cierta actualidad: la volubilidad de las alianzas entre países, y el núcleo cultural que, a pesar de todo, las une. Así con Franklin como con el señor Trump.
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