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Alababa la pasada semana el valor de la discreción, hija predilecta de la prudencia, en un mundo que hace de la notoriedad un bien de culto y una aspiración general. Apuntaba entonces que esa ventajosa cualidad, además de una virtud, puede llegar a concebirse como un arte. Dos voces actuales plasman esa consideración cismática y disidente. Josep María Esquirol (La resistencia íntima, 2015) y más tarde Pierre Zaoui (La discreción o el arte de desaparecer, 2017) vienen a proponernos un camino a la plenitud a partir de la discreción. En concreto, Zaoui plantea lo discreto no como una resignación humilde, tampoco como ejemplo de un estoicismo que busca la calma en el retiro, ni en el sibilino sentido en que la definió Gracián, mezcla de astucia y silencios calculados. Frente a la discreción moral, psicológica o diplomática, Zaoui nos habla de un verdadero arte, de un derecho a retirarse de vez en cuando a la “alegría de no ser visto y no ver lo que se muestra”. Un regreso al anonimato y a la invisibilidad que nos permita mirar sin ser mirados, volver a ser uno mismo, no etiquetar ni ser etiquetados.
Como tal arte, la discreción se manifiesta en pequeños gestos que, en el fondo, implican un rechazo del orden establecido. Aclara Zaoui que desaparecer no es abandonar ni entregarse al deseo de no ser, de morir. Se trata de recuperar la libertad de movernos entre las luces y las sombras, de apropiarnos de una discontinuidad en nuestras apariciones que en verdad encierra un enorme potencial subversivo. Una suerte de felicidad que supone sentir que no se tiene “nada que perder, nada que ganar, nada que demostrar, nada que mostrar”. No resultará fácil encontrar espacio para tal desaparición en una realidad hipervigilada por sofisticados sistemas de control. Es, al cabo, un arte que acaso morirá asesinado por la tecnología y por los focos perpetuos de un poder que odia los rincones opacos.
Lo reproduje en anterior ocasión. Pero no me resisto a citar de nuevo un hermoso canto milenario de los guerreros de la antigua China: “Llego completamente solo, me siento del todo a solas. No lamento que la gente no me conozca. Sólo el espíritu del viejo árbol al sur de la ciudad sabe con certeza que soy un inmortal que va de paso”. De por qué esa profunda sabiduría ha acabado destruida por la mediocridad, discreta en el peor sentido, responde la dañina extravagancia de un tiempo tan envanecido como frívolo y vacío.
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