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Ayer nos informábamos en estas páginas de que avanza a buen ritmo el doble digital de la Catedral, encargado por el Cabildo, que permitirá consignar el estado de conservación del templo y prever sus posibles mejoras. El conservador de la Magna Hispalensis, don Miguel Ángel López, decía en junio que esta duplicación virtual (HBIM en inglés), es el mejor sistema de gestión del patrimonio, por cuanto permite un fenomenal acopio y entrelazamiento de datos. También parece que estas copias virtuales se extienden ya por el resto de España, de modo que pronto podríamos disponer de un duplicado exacto, para uso científico, de la Alhambra, de la Mezquita, de la soberbia catedral de Jaén, del Pórtico de la Gloria, etc. Quedaría pendiente, eso sí, otro duplicado que acaso no se acometa nunca: el duplicado cultural en el que dichas obras adquieren su propio y radical sentido.
Ya finalizando el XVIII, Quatremère de Quincy se quejaba, siguiendo a Winckelmann, de que Inglaterra era el país que poseía más vestigios greco-romanos después de Italia. Esto se debió a una intensa labor de compra, contrabando y expolio que llenó la campiña inglesa de viejos mármoles, pero que dificultaba, enormemente, la comprensión del arte en su propia contextura. De ahí se infiere que, tan necesario como el duplicado virtual que hoy, felizmente, se acomete, resulta comprender por qué las colosales esculturas de Arce, en la capilla del Sagrario, desagradaban a Cean Bermúdez, apenas comenzado el XIX, mientras que José Gestoso, en la otra punta del siglo, las consideraba ya como “ejecutadas con valentía”. Esta intimidad del arte con su entorno, con el aire de su época, es lo que Ruskin cree adivinar a través de las piedras de la catedral de Amiens o en los capiteles góticos del Palacio Ducal de Venecia. Viollet-le-Duc, por su parte, prefirirá restaurar/inventar una Carcasona medieval más acorde con lo que el XIX pensaba sobre el arte de la Edad Media. Esto es, prefirió prescindir de la historia para arrojarse, con ligereza, en el historicismo.
Sería estupendo, pues, disponer de un doble cultural, tan manejable y exacto como el otro, donde se recogieran el imaginario y las técnicas que hicieron posible tales obras, y cuanto se ha pensado sobre ellas desde entonces. En cierto modo, se trataría de una labor inversa a la que pretendía Ruskin: no tanto la de extraer el espíritu dormido en la piedra, como la de devolverle su razón de ser, su frescor antiguo, al mundo que nos precede y nos explica.
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