Un drama

Postrimerías

03 de diciembre 2024 - 03:05

Suele decirse que una de las causas del fracaso de la Segunda República, al margen del asedio al que la sometieron los sectores que nunca le fueron leales, incluidas las izquierdas revolucionarias, y desde luego de la derrota en la Guerra Civil, fue la impaciencia de sus dirigentes para poner en marcha, abriendo demasiados frentes a la vez, reformas muy ambiciosas que se presentaban en términos inaceptables para unos e insuficientes para otros. Todas fueron polémicas, pero la referida a la “cuestión religiosa” contribuyó como ninguna otra a exacerbar los ánimos. Sin entrar a valorar el malentendido desiderátum que dio título al razonado discurso pronunciado por Azaña el 13 de octubre de 1931, el famoso “España ha dejado de ser católica”, la animosidad contra la Iglesia entre los elementos más radicales provocó una desafección evitable en una parte de la ciudadanía que podría haber aceptado un Estado laico donde la fe se confinara al plano de la “conciencia personal”. Sobre los debates de las Cortes Constituyentes en esta materia pesaba el episodio de la quema de conventos en mayo, menos de un mes después de la proclamación del nuevo régimen, cuyo Gobierno provisional fue acusado de pasividad ante la acción de las turbas. En el ámbito de la cultura, pocos sucesos ejemplifican mejor ese clima envenenado que el escándalo suscitado por el estreno de la adaptación teatral de la novela antijesuítica A.M.D.G. de Ramón Pérez de Ayala, originalmente publicada en 1910 y llevada a los escenarios en noviembre del 31, cuando ya estaba decidida la expulsión de la Compañía. Obra de dos escritores y actores casi desconocidos, Martín Galeano y López de Carrión, el texto de la adaptación se había perdido y acaba de ser recuperado y excelentemente contextualizado por Amparo de Juan Bolufer para Espuela de Plata, en un volumen repleto de valiosa información sobre aquellas jornadas. Reducida a drama panfletario, la obra tiene bastante menos interés que la novela, pero la buscada actualidad de su representación dice mucho del espíritu revanchista que contaminó una medida tan racional e indisociable de las democracias como la separación entre la Iglesia y el Estado. Desde la perspectiva que da saber cómo acabaron las cosas, podemos juzgar que el anticlericalismo, por más que en ciertos aspectos pudiera estar históricamente justificado, no le hizo ningún bien a la causa de la República. Al contrario, la debilitó, minó su prestigio y contribuyó a movilizar a los partidarios de una reacción violenta. En el boicot organizado de las “huestes de San Ignacio”, que reventaron la función el día de su estreno, está ya el germen de la tragedia venidera.

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