El balcón
Ignacio Martínez
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Paisaje urbano
Miradlos allí, como refugiados en su paraíso, ellos con sus flequillos largos desafiantes y las camisas de lino por fuera, ellas con sus sonrisas pícaras de fresa y los alegres trajes largamente pensados en las noches de tablets que venden las influencers. Están, lo saben, en la edad de oro del verano. La de la adolescencia. O lo que es lo mismo, la del vértigo de las primeras noches sin hora, la de la insolente independencia de mentira, la de los desamores que se curan como el primer sarampión, la de las mentirijillas cuando balbucean ya pasada la media mañana la hora en que regresaron anoche. Si decíamos que el verano del niño no tiene sentido del tiempo, en el del adolescente no hay tiempo que perder.
A los que ya tenemos una edad en que todo pasó hace más de diez años, como escribió el poeta, nos cuesta entender ese gregarismo cuando los vemos perfectamente maqueados como si fueran a salir por la noche, solo que son las cuatro de la tarde, y nos quedamos asombrados viéndolos en la larga cola al sol que los empujará, juntos pero no revueltos, a la afortunada discoteca que hace su agosto en el tardeo gaditano. Tiene el veraneante adolescente de hoy un rasgo de globalidad que no teníamos nosotros, sedentarios de un solo sitio, de tal manera que ahora quieren estar en todos lados, hoy en La Antilla, mañana en Zahara, pasado en Punta…
El nuestro era un verano ochentero y de fronteras, de gin lemon en vaso largo, de playa tardía con mucha bermuda y poco bikini, de maratones legendarios de futbito con Los Siete Enanitos, de ruido de ciclomotores adolescentes atravesando la noche. Y sonaba a rock de Los Rebeldes (“Mediterráneo, ruta de calor…”) cantado a coro en El Sitio, a finos acentos madrileños que contrastaban con los lugareños del Mediodía, a amistades inquebrantables que aún hoy se mantienen.
Pero como nadie se baña dos veces en el mismo río, que decía el clásico, hoy nos conformamos con mirar todo aquello que fue y sigue siendo (la silueta del torreón de la Casa Grande recortada sobre el verde de los pinos del golf, el mar apenas intuido detrás de la arboleda al fondo, la buganvilla que resiste en la pared de la casa vecina…) a través de los ojos de nuestros hijos, auténticos dueños de esta edad gozosa del verano. Y que funciona como la más cruel metáfora del tiempo cuando, ay, ya no vemos por la Avenida largas melenas rubias en vespinos negros camino de la rampa del Buzo de nuestra memoria.
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