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La tribuna
CUESTIONAR el proceso de integración europea tal y como hoy está planteado es considerado como políticamente incorrecto. El euroescepticismo está reservado a británicos y a las ultraderecha francesa y griega, entre otras. Sin embargo, demasiado pronto nos hemos olvidado del proyecto de Constitución europea que algunos talibanes del europeísmo actual no apoyaron en su momento, hace menos de una década.
No hubo grandes diferencias en los planteamientos opositores entre el centro derecha y el centro izquierda europeo, por otra parte siempre tan cercanos cuando de los intereses de las grandes corporaciones financieras y empresariales se trata. De hecho, fue Giscard D'Estaing el que coordinó y lideró el proyecto de una Constitución que algunos de los partidarios de la globalización se encargaron de boicotear.
Otro momento clave que puso en peligro la unión política europea fue el de la guerra de Iraq. Blair, sobre el papel partidario de la Unión Europea; Aznar, que decía llevar a gala haber facilitado la llegada del euro; y el que paradójicamente dirige desde entonces, la Unión Europea, Durao Barroso, a la sazón presidente del Gobierno portugués, anfitrión del grupo pro belicista en las Azores, se ampararon en la gran mentira de las armas de destrucción masiva en manos de Sadam Husein, para posicionarse contra la negativa opinión mayoritaria en los países europeos sobre la invasión de Iraq.
George Bush no sólo logró el apoyo de estos tres líderes políticos, sino que con ello estuvo a punto de dinamitar la ampliación de la Unión a los países del este europeo, donde el imperio norteamericano tenía programado imponer sus intereses, tras el fracaso del intento de hacerlo en Rusia, donde las empresas más emblemáticas habían sido la punta de lanza a una operación consistente en crear nuevos territorios de democracia capitalista pura y dura. La tozudez de Francia y Alemania logró neutralizar a los partidarios de la política atlantista a costa de la europeísta.
Una década después, el proceso de integración ha perdido gran parte de sus principios esenciales como unión de los pueblos de Europa, para convertirse en una mera globalización de intereses económicos, a través de los mercados financieros, en el que Bruselas aporta la burocracia, dejando de ser el centro neurálgico en el que se deberían debatir y adoptar las estrategias para una unión política europea, mientras que Berlín se ha convertido, de hecho, en la nueva capital de la UE.
Pero esa nueva estrategia, que ha roto con más cincuenta años de trabajo en pro de una Europa de los ciudadanos, supone, además, la segregación de la UE en dos áreas de poder económico nítidamente diferenciado, lo que eufemísticamente se vende como la Europa de las dos velocidades, en la que los países del sur, los PIGS -Portugal, Italia, Gracia y España- deberían retroceder social y económicamente hasta situarse en los niveles de competitividad productiva de los Brics -Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica- mediante la aplicación de una feroz política de austeridad, bajo la excusa de reducir la elevada deuda pública de dichos países.
La mentira se ha convertido, una vez más, en la protagonista. La austeridad perniciosa no nos conducirá nunca el crecimiento, sino que hará retroceder a esos países a la realidad económica y social de hace más de un cuarto de siglo. Los ideólogos universitarios de la austeridad en los que los políticos europeos sustentaban sus medidas han visto cuestionadas sus tesis por los graves errores de base que contiene su modelo teórico; pero, como en Iraq, no hay vuelta atrás. Se trata de una decisión de los que detentan los intereses económico-financieros mundiales a la que los políticos se limitan a decir amén.
Ante este panorama, ¿para qué y para quiénes la Unión Europea que presumiblemente se podría aventurar en un horizonte no muy lejano? Estamos ante el proceso más antidemocrático al que se están enfrentando los ciudadanos desde la primera mitad del siglo XX. Las decisiones se adoptan desde instituciones no elegidas ni controlados democráticamente, el Banco Central Europeo y la Comisión Europea, y la política fiscal sigue en manos de los países, pero con la directiva, implícita, de no convertirla en la balanceadora de la política monetaria europea para que el proceso fuera lo más justo y equitativo posible.
Ser euroescéptico hoy no es cuestionar una unión europea de los ciudadanos, aunque esto suponga coincidir con aquellos con los que se está en las antípodas ideológicas, sino dejar de manifiesto que la Europa que se está fraguando no ofrece las mínimas garantías democráticas y que sirve, fundamentalmente, a los intereses minoritarios de los partidarios de la globalización, no siempre precisamente europeos, a costa de la clase media que había surgido en los países del sur de Europa y de los más necesitados de la UE.
Personalmente, he cambiado mi posición de enfervorizado partidario de una unión europea, votando sí en el referéndum de 2005, a convertirme en un euroescéptico21, ante el nuevo escenario de una mera integración de intereses por encima, y a costa, de la mayoría de los ciudadanos. La realidad cada vez es más orwelliana.
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