El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
Quousque tandem
Dice el ex premier británico Boris Johnson en un soberbio documental dedicado a Churchill que pueden ver en Netflix –Churchill y la guerra– que “La diferencia entre los discursos de Hitler y Churchill era que Hitler te hacía creer que él podía lograrlo todo y Churchill te convencía de que eras tú quién podía lograrlo todo”. No hay definición más clara y concreta de lo que significa el liderazgo inspirador del británico frente a la búsqueda del seguidismo pastueño que avivan los líderes populistas de todo cuño. Estos exigen fidelidades y aquél proponía lealtades.
La fidelidad se sostiene sobre meras promesas, casi siempre utópicas; la lealtad se edifica sobre acuerdos entre libres e iguales. Quien es fiel se somete, quien es leal se compromete. Así, la fidelidad acaba siendo ciega y puede devenir en suicida. Ser fiel es defender ante el mundo todo lo que diga, decida y pida a los suyos el líder. Porque jamás yerra. La lealtad abomina de esa entrega y se limita mediante reglas aceptadas tácitamente por las partes; es recíproca y jamás gratuita. Do ut des, que decían los romanos: te doy para que tú me des. Los fieles seguidores prefieren ponerse bajo el halo protector de aquel a quien creen un elegido de los dioses con la sensación de que los protegerá a cambio de su entrega. Los leales no siguen a una persona –ninguna lo merece per se– sino a una serie de principios, sean morales, políticos o sociales. Y tan sólo mientras los creen justos y beneficiosos. Por la consecución de ese objetivo común están dispuestos a asumir riesgos, pérdidas y esfuerzos. Pero no por el beneficio personalísimo del líder, ni por mantenerlo al mando sean cuales sean las consecuencias de ese ejercicio del poder. La fidelidad nace de las entrañas, la lealtad de la razón. Los fieles perdonan los errores del líder y ante ellos, se afanan en buscar culpables. Sean meros chivos expiatorios o disparatadas conspiraciones encaminadas, en su delirio, a atacar groseramente a quien veneran para provocar injustamente su caída. Y de ser necesario, cambian su opinión y hasta sus ideas y principios, siguiendo la inmortal frase de Groucho Marx, tantas veces como se les exija. El ejercicio de la lealtad es crítico y exige, ante los daños causados por una decisión equivocada, no sólo su reparación sino la asunción de responsabilidades. No sé por qué, pero me parece que en España hay demasiados fieles al poder y no tantos leales a los principios sobre los que se asientan nuestra democracia y el estado de derecho.
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