Bloguero de arrabal
Ultraoceánicos
Recuerdo un pequeño montículo de guijarros por el que yo ascendía, un tremendo ronquido acuoso, la expectación... Debía de tener 4 ó 5 años. Y de pronto, la mar. Frente a mí, como si fuera la respuesta inequívoca a todo lo que uno ignora, a todo eso que uno -en sus cortas luces- puede anhelar. La mar, allí estaba la mar. El vaivén eterno de las olas, el perfume de salitre y humedad que lo inundaba todo, dejando un imborrable reguero de frescor a su paso; los chinos mojados que refulgían al sol; la sombra de los cañaverales; la efímera huella de los pasos dibujadas en el rebalaje ("rebalae"), donde rompían las olas y el agua retornaba (eso sí que era eterno retorno) a su matriz vital y convulsa... El mar, el espejo repleto de incógnitas y de promesas del mar, de todos los colores que el azul esconde en lo más profundo y preciado de sus entrañas. Azul de cielo velazqueño, azul blancuzco y lechoso, azul topacio, azul turquesa, aguamarina, lapislázuli, azul gris oscuro, casi negro… Allí, frente a mí, aunque yo todavía no lo supiera, se revelaban como una exultante epifanía todos los colores (y todas las aventuras y todas las certezas) de la mar. La mar apacible, sin dobleces ni mezquindades.
Era la primera vez que la veía. Como todos los años, los de mi pueblo bajaban a la mar después de que la Virgen del Carmen bendijera sus aguas. Antes era peligroso. La bendición de la Virgen, de la señora de la mar -como la conocían los antiguos egipcios. Por supuesto se referían a la diosa Isis-, viene de lejos, cuando los faraones regularon el periodo de navegación en mar abierta, conscientes del riesgo que, para los navegantes que osaban salir al mar desde las tranquilas aguas del Nilo, suponía navegar con sus frágiles naves cerca de la costa de Alejandría. Y así, como modo de mostrar a sus súbditos el inicio del periodo en el que el mar era menos peligroso para la navegación (desde marzo hasta octubre) se realizaba una vistosa y espectacular procesión en honor de la diosa Isis, patrona de los navegantes, que finalizaba en la orilla de las playas de Alejandría, con la diosa -a las que sus portadores habían colocado en una pequeña embarcación engalanada- adentrándose en el mar. Por cierto, la versión romana de esta procesión la encontramos en La Metamorfosis, de Apuleyo. Vale la pena leerla. Sobre todo en este año de pandemia en el que la procesión está prohibida. Es sorprendente. Tantos siglos después… y la celebración sigue siendo exactamente igual.
Así, gracias a que los fenicios, los griegos, los romanos, expandieron su cultura y su comercio por todo el Mediterráneo, la celebración llegó hasta nosotros, y el periodo de mare apertum -como lo conocían los romanos- se convirtió para nosotros en el tiempo en el que la mar nos abre sus brazos generosos y fecundos, amorosos, sin peligro. Tiempo de verano. Recuerdo hasta en sus más mínimos detalles ese día en el que vi y disfruté la mar por vez primera. ¡Oh, aquella enorme sandía enterrada en el frescor del "rebalae"! Día gozoso, irrepetible. No como estos de coronavirus y corinavirus. Por eso todos los años, en estos días de mare apertum, yo también como el mar me abro y dejo salir al niño que en mí habita. Así lo haré este año, en el que -sin la tiesura procesional- he decidido dejar el mar abierto para siempre, con el niño retozando a su antojo en el "rebalae" del mundo. ¡Total, para lo que me queda!
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