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Monticello
Víctor J. Vázquez
Un presidente de gobierno debe integrar
El fútbol es una pasión que mueve masas. Una tradición que une generaciones, que provoca emociones desbordantes y que, en muchas ocasiones, trasciende el simple acto de ver rodar un balón por el césped. Sin embargo, esa misma fuerza que puede llenar estadios de cánticos y aplausos puede convertirse en una oscura energía que algunos transforman en violencia. Este es el caso de ciertos grupos ultras que, bajo el disfraz de la pasión futbolística, desatan conductas que no tienen cabida ni en el deporte ni en la sociedad. Entre ellos, el Frente Bokerón, la versión “con K” del fervor malaguista, ha terminado por representar lo peor de lo que el fútbol puede inspirar.
Durante décadas, estos colectivos han hecho gala de una identidad basada en la confrontación, en una rivalidad exacerbada que poco tiene que ver con la competición sana. Lejos de limitarse a animar a su equipo desde las gradas, su presencia muchas veces viene acompañada de cánticos insultantes, actitudes intimidatorias y una voluntad explícita de buscar la confrontación. No se trata únicamente de palabras gruesas, que de por sí ya son innecesarias, sino de un entorno en el que la violencia se normaliza. Cuando la pasión deportiva se transforma en amenazas, peleas y enfrentamientos dentro y fuera del estadio, lo que queda es un espectáculo que deja de ser deporte para convertirse en algo mucho más peligroso.
Pero la problemática no se reduce únicamente a los episodios de violencia física. También hay una violencia simbólica en el uso del lenguaje, en las pancartas que rezuman odio y en las consignas que buscan humillar al rival. Estos comportamientos no surgen de la nada. Son el resultado de años de permisividad y de un sistema que, en ocasiones, ha preferido mirar hacia otro lado en lugar de enfrentar el problema de raíz. Los clubes han tendido a manejar con pinzas este tipo de cuestiones, temerosos de perder un sector importante de sus aficionados, pero en realidad, esta actitud indulgente solo ha alimentado la idea de que todo está permitido en nombre de la “fidelidad al club”.
La gravedad de estas conductas ha alcanzado tal punto que organismos como LaLiga han tenido que tomar cartas en el asunto. Sin embargo, no basta con acciones legales o con declaraciones públicas. El problema requiere un cambio cultural profundo, en el que todos los actores involucrados, desde los clubes hasta los propios aficionados, asuman su responsabilidad. No se trata de eliminar la pasión, sino de encauzarla hacia expresiones positivas. Animar, celebrar los goles, sufrir las derrotas, pero siempre desde el respeto. Si el Frente Bokerón, y otros colectivos similares, no son capaces de entender esto, entonces su presencia será una rémora para el fútbol, un anacronismo que nos recuerda lo que deberíamos haber dejado atrás hace tiempo.
En el corazón del fútbol debería estar siempre la emoción genuina, esa que te hace saltar del asiento cuando tu equipo marca, que te saca una lágrima en una final épica, o que te llena de orgullo cuando ves a tu equipo luchando por cada balón. La violencia, ya sea física o verbal, es la antítesis de todo esto.
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