Quizás
Mikel Lejarza
Toulouse
Brindis al sol
Si se hubiera preguntado a cualquiera de los candidatos por qué no le dedicaron durante la campaña, aunque fuese de paso, ni un mínimo segundo a la cultura andaluza, seguro que la excusa habría sido la existencia de otras prioridades. ¿Cómo dedicar tiempo a la cultura, en cualquiera de sus manifestaciones, cuando urgía debatir cuestiones de las que dependían necesidades más urgentes de los andaluces? Como justificación resulta poco creíble, sobre todo porque esos grandes problemas sociales se vienen arrastrando desde hace décadas y el prestarle tan excluyente atención no ha permitido mejorarlos. Incluso, hubo una época en la que los asesores de las campañas electorales entremetían, de vez en cuando, el título del libro que el candidato leía por esos mismos días.
Puede que se tratase de mera hipocresía, pero cuando menos era una forma de rendirle culto a autores, editores y libreros y testimoniaba que ese mundo no les resultaba totalmente ajeno. Hasta Felipe González colocó las Memorias de Adriano, de Margarite Yourcenar, en la lista de libros más vendidos, gracias a elogiar el papel que desempeñaba ese libro en su mesilla de noche, aguardándolo, tras una dura jornada de trabajo. ¡Qué tiempos aquellos en los que a un político la lectura le daba prestigio, posiblemente votos y, además, ayudaba a vender libros! Ahora, las relaciones entre la cultura y los políticos profesionales parecen tan desajustadas que hay quienes opinan que haber leído libros es un lastre para ascender en el escalafón de cualquier partido. Y no hace falta dar ejemplos nominales.
Por otra parte, también resulta significativo que, en las comunidades de Cataluña, País Vasco y Galicia, en las que el nacionalismo busca desesperadamente, a todo trance, mostrarse diferente, recurra con tanta insistencia a la lengua como elemento de cohesión discriminatoria y, sin embargo, no logre darle una mayor proyección a su cultura más específica, que permanece casi siempre reducida a objeto de devoción etnográfica. En cambio, en Andalucía, esta falta de interés de sus propios políticos, sean del campo que sean, por su cultura, preocupa menos porque ésta, al margen de cualquier tutela política, mantiene su vitalidad de siempre. Tiene un calor interior que la alimenta tanto en su faceta tradicional, popular o culta. Surgió en la calle, de manera espontánea en unos casos, más elaborada, en bibliotecas, en otros, pero con poca o nula ayuda institucional. Y así sigue, por eso quizás se deba agradecer que haya sido la gran ausente en los recientes debates andaluces.
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