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No sorprende que, una vez más, proceda de Francia una nueva voz de alarma y precisamente de su mundo intelectual. Un mundo ahora con una vitalidad disminuida con respecto a épocas anteriores, pero que todavía se mantiene vigilante en muchos aspectos. Esas voces –ante el monopolio adquirido, en los últimos años, por una vida política que domina a todas las otras preocupaciones públicas– se preguntan por qué en Francia se ha impuesto tan irritante situación. Y por qué ese mismo clima de confrontaciones y polarizaciones políticas se ha adueñado del escenario comunitario europeo. Fenómeno también detectable con igual o mayor intensidad en España. ¿Qué pasa? Es la gran pregunta latente ante unos enfrentamientos políticos que parecían ya desterrados del panorama de la vida pública de los países con una cierta andadura y experiencia democrática. La interpretación francesa parte de un interesante análisis: la imposición de lo político como asunto mayor y absorbente se ha realizado al mismo tiempo que las manifestaciones y los debates culturales perdían su sitio en la escena pública. Este diagnóstico –que vincula la actual apropiación de la calle, por parte de los políticos, con el vacío reinante en la vida cultural– no es nuevo, pero si se observan de cerca los hechos, hay que admitir de nuevo su palpable realidad. Aplicado al caso concreto español, también hay que aceptar que la política acapara, sobre todo desde hace seis o siete años, la opinión pública de manera tan extrema que las cuestiones que atañen a la cultura han quedado reducidas al simple papel de comparsas, o de lujos inapropiados, ante la gravedad acuciante de los dilemas políticos inmediatos. Insistiendo en el caso español, no es difícil captar que, entre la primera plana de su personal político, sea la que sea su marca o partido, el desinterés por el mundo de la cultura es evidente. Podría, por tanto, deducirse que han aprovechado las urgencias planteadas por sus grandes cuestiones cotidianas y existenciales para desembarazarse de una asignatura, como la cultura, tan incómoda de manejar. Y, en efecto, se mire a donde se mire, en este reparto de prioridades no se vislumbra preocupación alguna por las cosas del mundo cultural. Por ello, esta ausencia, quizás sea más deliberada de lo que parece. Excluyendo el debate de la cultura de la vida pública, los políticos se han visto más dueños de la opinión y de la calle que nunca. Pero la gente de la calle no debería de caer en esa trampa y pedir más presencia para esa gran ausente.
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