Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
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Parece que el primer sistematizador de la espiritualidad cristiana, allá por el siglo IV, fue un tal Evagrio Póntico, monje griego que se recluyó en los pedregales del desierto egipcio. A él se debe la división de las peores inclinaciones en ocho “pensamientos malvados”, antecesores de los siete pecados capitales. Uno se nos ha caído por el camino, quizá el mayor de todos en opinión del entendido Evagrio, la acedia. Pero esa es otra historia.
No sólo los individuos, también los grupos de toda índole y hasta las naciones pecan, e incluso pueden ser eficazmente caracterizadas por su pecado eminente. El hoy muy olvidado Fernando Díaz-Plaja fue autor de una serie de libros, enormemente exitosos en su tiempo, sobre los pecados capitales de los diferentes pueblos. De los que leí, el mejor con diferencia era el dedicado a los españoles, tal vez por haber más materia, tal vez por resultarle bien conocida al autor. Díaz-Plaja determinaba que la envidia era el pecado español por excelencia, algo en lo que coincidía con otros muchos observadores de la vida ibérica de los últimos siglos, desde Unamuno a Julio Camba. Es curioso que durante nuestro Siglo de Oro, a juzgar por los implacables críticos extranjeros, nuestro mayor defecto no era ese, sino la insufrible soberbia y arrogancia. Motivos tenían nuestros abuelos para creérselo un poco. ¿Cuándo dejó su trono la soberbia por habernos convertido en los envidiosos del planeta? En ese giro puede estar la clave de toda nuestra historia.
La soberbia, inspiradora de tantos dramas reales y de la mejor literatura, está hoy muy disminuida. Del “seréis como dioses” hemos declinado a la comparación, generalmente ventajosa para el bicho, con mascotas, caballos, lobos y hasta jabalíes. Desde todos los ángulos se nos insta a reconocer que cualquier cuadrúpedo vale tanto o más que un lector de periódicos. Sólo nos queda un resto de humanidad a salvo del declive de la otrora satánica soberbia: el de los políticos en el poder. ¿Qué tiene el poder para hacer de un mediocre chuleta madrileño el Pedro Sánchez que flagela a media España con su sola existencia? Pues, por ejemplo, la posibilidad de cargarse como columnista de El País, después de cuarenta y siete años de presencia, tantos como la vida del diario, a uno de los intelectuales más prestigiosos y afamados, si no el que más, del orbe progresista hispano. Y que no pase nada.
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