
Vía Augusta
Alberto Grimaldi
Sánchez desencadenado
De otro color
En el corazón de un país diverso, crisol de culturas y bastión de libertades, en el corazón de un país donde el susurro del respeto se había apagado, donde la convivencia pacífica se había desvanecido y donde la libertad, otrora derecho inalienable, se había convertido en recuerdo lejano; en el corazón de ese país, vivía un hombre a quien llamaban Guardián del Tiempo, un apodo que reflejaba la conexión con su capacidad para percibir los cambios sutiles en el tejido de la historia. Su vida estaba acuñada con la paciencia de quien espera el cambio de las mareas, de quien comprende que incluso las tormentas más feroces ceden ante la calma. Sus días, largos, marcados por la cadencia de un péndulo detenido en el lado oscuro de la historia. El país, otrora faro de esperanza, se había sumido en una espiral de discordia y opresión. La voz de la razón había sido silenciada por el estruendo del odio, y la tolerancia reemplazada por la intolerancia.
El Guardián del Tiempo observaba, con la serenidad de un anciano que ha sido testigo de innumerables atardeceres, cómo la sombra de la erosión se extendía sobre sus instituciones. Nunca quiso ser espectador pasivo, sino observador atento, estudioso de los patrones que rigen el destino de las naciones. El país, faro de orgullo para quienes lograron habitar en paz, se había sumido en la tormenta del desprecio y del olvido. El Guardián observaba, con la serenidad de quien conoce el ciclo de las estaciones, cómo la lluvia de la indiferencia destruía los cimientos de la convivencia. Confiaba en que el tiempo eventualmente cambiaría su curso. Su morada era una torre antigua, cuyas ventanas eran testigos silenciosos del devenir de los días. Desde allí, contemplaba el cielo encapotado, esperando el primer atisbo de luz que anunciara el fin de la tormenta. No era un ermitaño, sino un observador, un centinela de la esperanza que aguardaba el retorno del respeto a cuantos espacios hoy parecían gobernados por el temor, la zozobra y el miedo. La soledad era su compañera, una sombra que se había fundido con su ser. No la temía, pues sabía que en la quietud de su presencia residía la sabiduría de la paciencia. Había aprendido a escuchar el lenguaje del silencio, a descifrar los mensajes ocultos en el viento y en el murmullo de las hojas.
Y entonces, un día, el péndulo comenzó a oscilar. Lentamente, al principio, como un suspiro apenas audible, y luego con la fuerza de un vendaval. La lluvia cesó, y el sol comenzó a iluminar las calles. El respeto brotó entre los adoquines.
Bajó de su torre, y caminó entre la gente. Sólo buscó confirmar que el tiempo, en su infinita sabiduría, había restaurado el equilibrio. Y supo que, aunque el péndulo volviera a oscilar, él estaría allí, esperando, con la paciencia de quien conoce el ciclo eterno de la historia.
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