El balcón
Ignacio Martínez
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La colmena
Armand Duplantis no salta; vuela. Cuesta pensar que no son unos hilos sobrenaturales los que lo sujetan y lanzan al vacío en lugar de una pértiga. Acaba de ganar el oro en París situando los récords olímpico y mundial en 6.25. Piensen, si existiera, en un autobús de tres plantas. Tampoco lleva mal lo de la velocidad. Su marca personal en 100 metros es de 10.57 segundos, menos de un segundo por encima de otra leyenda del atletismo como Usain Bolt.
El deportista sueco empezó con cinco años, a los diez ya firmaba autógrafos y desde entonces no ha dejado de asombrar y despertar admiración. Físicamente es muy sueco, sus padres (y entrenadores) son atletas y tiene una novia de revista. Todo perfecto porque es de los nuestros y encaja con los ideales de heroicidad y superación que nos gustan.
A la boxeadora argelina Imane Khelif la han cuestionado, acosado e insultado porque “parece un marimacho”. Antes de competir ya estaba la ultraderecha italiana desprestigiándola. Se enfrentaba a Angela Carini y, como ha ocurrido, la dejó sin opciones. Ya tiene asegurada la medalla de plata y este viernes combatirá por el oro contra la china Liu Yang. Su caso no es de enaltecimiento y respeto sino de polémica. De JK a Elon Musk; de Meloni a Donald Trump.
La argelina nació mujer, vive como mujer y boxea en la categoría que le corresponde según su peso. Pero es superior, muy superior, y su apariencia no encaja. Tiene una ventaja natural como Duplantis en el salto o Michael Phelps en los brazos. Hasta Messi fue tratado para ganar unos centímetros de altura y nadie lo cuestiona. Pero con ellos no hay problema; con ellas sí. El padre de Khelif ha tenido que dar explicaciones sobre cómo ha criado a su hija y ella misma ha pedido, desesperada, que se respete el espíritu olímpico y dejen de hostigarla.
Es rechazo y exclusión; es racismo y xenofobia unas veces; es intolerancia e incomprensión siempre. Por cuestiones físicas (cuánto recuerda el caso de Khelif al de la sudafricana Semenya con su intersexualidad), psíquicas y de comportamiento (cómo admitir a una ajedrecista de la genialidad de Beth Harmon, recuerden Gambito de dama, con sus demonios de autodestrucción) e, incluso, por ese fanatismo patriótico e identitario del que no logramos curarnos. A Chidimma Adetshina la están machacando. Ha sido elegida finalista de Miss Sudáfrica pero miles de personas de su propio país se han movilizado para expulsarla; no les gusta ni su nombre ni su ascendencia nigeriana.
El guion, desde la antigüedad griega del Olimpo, se repite: ellos héroes; ellas, villanas.
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