Su propio afán
Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Su propio afán
Tras los atroces atentados de Hamas y las inquietantes celebraciones o/y justificaciones o/y apoyos pro palestinos en Occidente, deberíamos empezar a preocuparnos por nuestra propia seguridad. Antes, por supuesto, solidarizarnos con las víctimas y con la lucha antiterrorista; y siempre darnos cuenta de la superioridad (con perdón) de nuestra civilización, y de su actual debilitamiento.
Iba pensando todo eso cuando me crucé con un adolescente que llevaba una camiseta anticristiana con una cruz bocabajo. En circunstancias normales, cuando veo esas cruces en las camisetas negras de convencionalismo heavy me acuerdo de san Pedro, que no se consideró digno de ser crucificado como Jesucristo y pidió que lo pusieran del revés. Pero esta vez no estaba de humor para hacer la inversión petrina.
Estoy seguro de que ningún adolescente musulmán va tan campante por su instituto con una camiseta con un mensaje contra Mahoma. Tampoco imagino a ningún judío mofándose de su propia religión, aunque ellos conocen márgenes mayores de libertad y saben reírse hasta de su sombra, como demuestra el libro sobre el humor judío Una historia seria de Jeremy Dauber, pero jamás con rabia ni autoodio.
Los nuestros, en cambio, son ataques sin gracia ninguna, virulentos. Choca, siendo además el cristianismo el que nos ha sacado de la espiral del odio y nos ha enseñado a cuidar del débil, a amar el distinto y a ejercer la compasión, como está demostrando el profesor Alejandro Rodríguez de la Peña con su magistral trilogía sobre la crueldad y la compasión en la historia.
¿Por qué abunda aquí esta pulsión, este desagradecimiento, que nos deja tanta indefensión moral? Al cruzarme con aquel muchacho atisbé una respuesta. Las otras religiones refuerzan una identidad colectiva, al modo en que se es socio de un club de fútbol o se pertenece a un pueblo. Más que devoción, hay un orgullo de pertenencia en sus fes.
El catolicismo, sin embargo, te exige que cambies tú, que te entregues a los demás, que te sacrifiques, que seas, en última instancia, otro Cristo. Quizá en las camisetas de nuestros chavales haya una natural autodefensa del ego o del egoísmo propio. Las sociedades occidentales perciben que el cristianismo les exige una conversión, que a estas alturas urge. Y por eso lo rechazan. No es tan irracional, aunque, desde luego, sea absurdo, porque todas las otras alternativas son peores y, además, más tristes.
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