
En tránsito
Eduardo Jordá
Un carrerón
El mundo de ayer
En mi cuarto mis padres colocaron una foto en blanco y negro. Es la imagen de un joven subido a un carro, mirando a cámara, sonriendo como si no supiera que alrededor de él el agua casi cubre las ruedas. El joven no tiene nada que ver con nosotros, pero la foto sigue siendo un retrato de familia, porque sé que mis abuelos vivieron unas cuantas riadas y podrían haber sido ese joven.
Para los sevillanos el agua siempre ha sido un compañero de viaje, un amigo con un carácter difícil, que igual te da la vida que te la quita. Está en los alfareros y en los barcos de América. Rascas un poco y te mojas las manos. La lluvia golpea y abandona con la misma fuerza. Hasta en los bajos del Salvador hay una piscinita de aguas freáticas.
El otro día oímos una frase más propia de una película de piratas o de fantasía, proferida en plena batalla entre el bien y el mal: “¡Cierren las compuertas!”. Me imagino a Aragorn arrastrando los pies para empujar unos enormes portones de roble y así evitar la llegada a la ciudadela de Rohan de los orcos. Sin embargo, esas palabras salieron de la boca de los bomberos y de las autoridades civiles, porque era posible que el río cubriera toda la ribera y que quisiera entrar en la ciudad.
En Sevilla, más que de orcos, sabemos de moros, de cristianos y de vikingos, pueblos que en algún momento desbordaron nuestras faldas y fronteras, a veces para quedarse, otras para hacer tan sólo acopio de lo que pillaran y marcharse. Hace años que lo único que nos invade son turistas, pero la suya es una conquista de a poco, insidiosa. Le basta al turismo un solo soldado, que cada noche deja algo suyo en la ciudad: un candado, un cartelito que pone AT, un hotel, un supermercado exprés. Siempre silencioso, entra en las casas de los sevillanos, saca a los jóvenes de sus húmedos salones y a los niños de sus colegios y los envía lejos, y se queda por las noches, con los ojos muy abiertos, como un capricho de Goya, muy quietecito y sin prisa, aguardando a que los viejos se mueran en sus camas.
Somos tierra de invasores, tierra de invadidos. Tengo la sensación de que el tiempo, al impulsarse hacia delante con sus alas, nos empuja al pasado. Por eso me he imaginado que no cerraban las compuertas y que el agua entraría, llena de toda nuestra historia y nuestro porvenir, de peces, de barro y de troncos podridos, de basura, de negocios cerrados, de carros y fantasmas, de cruceros y carabelas, de ejércitos, de abuelos y nietos, de ayeres y mañanas, y yo me daría un baño de memoria y de futuro, en esta ciudad o esta isla o esta Atlántida, que vive sin saberse ya hundida, mientras el agua cae y cae y cae y nos arrastra.
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