La Rayuela
Lola Quero
El rey de las cloacas
El mundo va a la deriva y casi nadie hace nada serio por evitarlo. Al menos, vamos a cambiar de tercio e intentar ver el mundo desde otra perspectiva. Esta historia va dirigida a todos los mediocres que se dejan influir siempre por la primera versión. La que te determina e impide que llegues a la Verdad.
“Me abrieron la puerta una calurosa tarde de verano, iba acompañada por un grupo de amigos. Qué inexplicable sensación de bienestar experimenté al abandonar aquella tarde bochornosa del mes de agosto, asfixiante. Entramos, es verdad, con muy mala educación, casi atropelladamente. Sin saludar, me dispuse a recorrer la fantástica casa que me iba a acoger, de habitaciones confortables y de recatada decoración. Se disponía en dos plantas, la de arriba reservada a los dormitorios. Después de este primer vistazo regresé al salón, donde fui contactando con todos los miembros de la familia. El niño pequeño era mucho más complaciente que el resto, se dejó besar varias veces en la mejilla sin protestar. Expresé tímidamente mi queja por la alta potencia del aire acondicionado, mi garganta suele resentirse con frecuencia ante estos vientos polares, máxime cuando huyes de los despiadados cuarenta grados del exterior.
Cómo me relamía ante la suculenta merienda que habían preparado: dulces con chocolate para los niños y té frío para los mayores. Manteníamos una conversación muy animada, discutíamos sobre asuntos insignificantes: las vacaciones, la playa o la preparación del almuerzo del día siguiente. La cena resultó mucho más ligera: verduras, consomé y pescado. No quiero parecer una glotona aunque he de admitir mi debilidad por cualquier tipo de comida. La velada transcurrió de forma distendida, nos dimos las buenas noches y nos fuimos todos a dormir. En el silencio de la noche la madre se presentó diseminando a diestro y siniestro aquel gas venenoso. Mis amigos revoloteaban con espanto y caían prácticamente fulminados. Yo me encontraba panza arriba, agitando mis patas, con el vientre hinchado por el atracón. Aprecié una ventana entreabierta y escapé con enfermizo zigzag. Empezaba a cansarme de esta vida errante, siempre mendigando un plato de comida, y, cuando más tranquila te encuentras, aparece alguien con intenciones asesinas: ¡Qué horror!
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