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Cuentan que cuando levantaron el cuerpo inerte de Isaac Rabin, primer ministro israelí aquel 4 de noviembre de 1995 en que fue asesinado por un ultranacionalista judío, encontraron dentro de su chaqueta, empapada de sangre, una copia de la Shir LaShalon, la Canción de la Paz. Rabin, jefe de Estado Mayor durante la Guerra de los Seis Días de 1967, y político tardío que ingenuamente creyó encontrar los caminos para la paz en los hoy recordados Acuerdos de Oslo de 1994 que, entre otras cuestiones no menores, le otorgaron el Premio Nobel de la Paz junto al líder palestino Yaser Arafat y su ministro de exteriores Shimon Peres, representa el paradigma de lo mucho que se ha perdido en Oriente Medio, tan necesitado de liderazgos sólidos y verdaderamente carismáticos.
Hoy, cuando se cumple ahora un año de los terribles crímenes de Hamas junto al muro de Gaza, Israel vuelve a debatirse entre su eterno papel de víctima propiciatoria rodeada de enemigos que no pararán hasta verla de nuevo fugitiva y errante como en los albores de nuestra era (ya saben, el “desde el río hasta el mar” que tanta gracia hace a cierta clase política que padecemos) o el de bastión occidental agarrado a su poderosa fuerza militar para seguir demostrando al mundo que la mejor defensa es un buen ataque. Bueno y ciertamente mortífero, como cada día se encargan de recordárnoslo los constantes bombardeos a la población civil indefensa que sobrevive como puede en los refugios cada vez más acotados del sur de la Franja, extensibles también al Líbano, y que son material inflamable para todo ese fuego de odio que tiene pinta de no apagarse nunca.
No ayuda a solucionar el problema, desde luego, una coyuntura internacional totalmente desorganizada, con los Estados Unidos en campaña electoral, la Unión Europea presa de sus contradicciones y las otras grandes potencias simplemente a la expectativa para lo que puedan aprovechar, una “vergonzosa incapacidad” denunciada con firmeza por el papa Francisco en su reciente Carta a los católicos de Oriente Próximo. Los que hemos visitado Israel, y de alguna manera nos sentimos concernidos por su condición de pueblo elegido en el que creció quien una vez vino para cambiar el mundo (nuestros hermanos mayores en la Fe, como llamaba a los judíos otro Papa, Juan Pablo II) no podemos sino confiar en que alguien ponga algo de luz para parar lo que va camino de convertirse, si no lo era ya, en una guerra permanente.
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