Salvador Merino
Vaya tropa
Pocas cosas han sido tan frescas como aquella movida de la Transición. Músicos, cineastas y artistas en general se lanzaron a una vorágine creativa con el único límite de su imaginación. Había que romper el corsé que había cortado las alas de su libertad tanto tiempo. Después llegaron los 90. El país prosperó, se hizo serio y, empeñados en demostrar que sabíamos hacer las cosas como Europa, perdimos una frescura que el siglo XXI terminó de enterrar bajo el peso de los políticamente correcto.
Salvo raras excepciones, como la recién preestrenada película del tándem formado por el director y guionista Luisje Moyano y su director de fotografía, Emilio Schargorodsky, La cerveza sabe a mierda. Una absoluta mengalá, que diría mi abuelo, aunque la palabra no se encuentre en San Google, que es mucho más que el diccionario. Y quizás por eso sea la más adecuada para calificarla. Porque, quien asistió a su proyección el pasado miércoles no encontró manera de describirla. Incluidos actores y director, incapaces de explicar al final de la misma de qué iba todo aquello. Y no es que el espectador perdiera el hilo después de la magnífica escena inicial en claro homenaje al cine de Tarantino. Es que no hubo manera de encontrarlo entre el rosario de gag que jalonan una sucesión de flashbacks que recuerdan Pulp Fiction, plagados de referencias al absurdo cine americano de Aterrizas como puedas, el humor de Beni Hill o la saga Torrente. Recursos que pareciéndoles a su director insuficientes para acercarse al cine de serie B, C o Z, obligaron al actor José Valera a un paroxismo mayor que el de Roberto Benigi mientras que Gabriel Ruiz, en su papel de policía, cambiaba los Donut y los perritos de los almuerzos en coches patrulla por tripas de salchichón y churros en lo que sin duda es una búsqueda del patrocinio de Sabor a Málaga.
El preestreno de la película de cine independiente ha sido todo un éxito. Sus autores estaban seguros de haber logrado el reto que se propusieron cuando la filmaron durante la pandemia: hacer la peor película de mundo. Tan mala, que reconocieron la necesidad de ajustes antes de presentarla a un festival. Como el principio, solo el final se salva con un San Pedro que, harto de tanta tontería acaba con el planeta y nos presenta un cielo que, en realidad es una fábrica de cerveza. Entre medio, no es que se pierda el hilo, es que no se le encuentra. Ni se echa de menos.
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