El balcón
Ignacio Martínez
Negar el tributo y lucir el gasto
El lanzador de cuchillos
La recuperación del turismo tras la pandemia ha provocado que la vida en las regiones con destinos más populares vuelva a ser, a menudo, incómoda. Se está produciendo un aumento del precio de los alquileres –provocado por el interés de muchos propietarios en convertir sus inmuebles en viviendas vacacionales– que está obligando a muchos vecinos a dejar sus casas e irse a vivir a otras zonas con menos presión turística. Es el síndrome de Venecia: a mediados del siglo XX la ciudad de los canales tenía 175.000 residentes; hoy, la población está cifrada en 50.000 personas y la demoledora previsión es que en 2030 no queden venecianos en el centro histórico. La razón, al parecer: los 30 millones de visitantes que la vieja República Serenísima recibe cada año, muchos de los cuales desembarcan, recorren las callejas en tropel, toman una foto en el Puente Rialto y, con las mismas, vuelven al vaporetto y los autobuses para seguir su camino hacia otro destino de masas.
Es cierto que los turistas pueden –podemos– llegar a ser insufribles, pero en los momentos de hartazgo no deberíamos perder de vista que los que abarrotan nuestras ciudades son los que contribuyen en mayor medida a pagar nuestra deuda. No somos una potencia industrial ni tecnológica y, por tanto, no podemos permitirnos demonizarlos. En España, el debate sobre el turismo plantea desafíos complejos que requieren un enfoque honesto e integral que equilibre el crecimiento económico con la sostenibilidad y el bienestar de las comunidades locales. Ni demagogia ni hipocresía, herramientas habituales –también en esta cuestión– de una izquierda que ya no tiene ideas, sólo enemigos, y ahora le ha puesto la cruz a quienes aterrizan en nuestro país para pasar unos días de descanso.
Esta nueva modalidad de odio, con su apenas disimulado barniz clasista, la practican esos sujetos estomagantes que se sienten mejores que el resto cuando son ellos los que se van de vacaciones porque no toman el sol ni llevan en la mochila la Guía Anaya -¡qué antigüedad!-, sino el catálogo de restaurantitos y tiendas de barrio del suplemento de ocio de algún diario progre. Son los autoproclamados viajeros, unos tipos a los que hay que dejarles Granada vacía para que puedan rastrear sin agobios los vestigios del Amador, el bar cutre y, por supuesto, preceptivo en el que Jota, el cantante de Los Planetas, buscaba a su chica hace treinta años. ¿Visitar la Alhambra? Eso es mainstream para paletos irresponsables y depredadores.
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