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Enrique García-Máiquez
Los grandes estrategas
Los monárquicos de este país nunca han tenido mucha suerte. Desde la llegada de los Borbones, hace más de 300 años, los titulares de la Corona, salvo dos o tres excepciones, han sido unos eficaces colaboradores del desprestigio de esta institución. No es extraño, por tanto, que en España, a pesar de su tradición dinástica, haya existido una potente corriente republicana que en sus inicios, hasta mitad del siglo XX, también fue el paradigma de las libertades ciudadanas, la descentralización política y el establecimiento de un régimen democrático; meta histórica que ya ha dejado de ser patrimonio exclusivo de los regímenes republicanos. Aun así, no puede ignorarse que sigue existiendo, y parece que de forma creciente, ese pálpito republicano en parte de la sociedad española.
Esta cuestión no solo divide al Gobierno, sino también a la sociedad española, y por tanto habrá siempre que ponderar si este es el momento, en una sociedad suficientemente polarizada y crispada, para introducir un nuevo debate que, sin el dramatismo de otros momentos históricos, venga a ahondar en el enfrentamiento político. Posiblemente, el sentido común aconseje desechar una polémica que podría llevar a una complejísima y arriesgada reforma constitucional.
Pero una cosa es que la responsabilidad política no recomiende plantear a la sociedad española la disyuntiva histórica entre república y monarquía y otra bien distinta es tener que permanecer resignados a hacer de la institución dinástica un elemento constitucional inamovible e intocable. Es evidente que la Corona no fue contemplada en la Constitución en toda su amplitud y complejidad y que se hace necesario delimitar sus funciones, contenidos, actuaciones y responsabilidades. No es asumible en un régimen democrático de cualquier índole que el titular de la jefatura del Estado sea irresponsable penalmente por sus actuaciones privadas, y esta anomalía, que más parece una reminiscencia del medievo, tiene que ser corregida y regulada. Igualmente, la transparencia en las actuaciones y la austeridad en las conductas no pueden depender de la libre voluntad del titular de la Corona de cada momento y es imprescindible que estos comportamientos sean exigibles en todos los casos y mediante una ley aprobada por las Cortes Generales. De haber ejercido esta facultad normativa, quizás en este momento, monárquicos y no monárquicos no estaríamos criticando y censurando algunos lamentables comportamientos.
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