Postrimerías
Ignacio F. Garmendia
Todo lo que era sagrado
Gafas de cerca
él vive lejos de nuestra tierra, la suya de cuna. Es en el centro de la Europa comunitaria donde se gana la vida, y no abrigado por el calor cotidiano que dan los anclajes con los que uno puede contar si habita cerca del lugar donde se crio. Supe ayer por Jaime que fue Platón quien afirmó que “la juventud de hoy [un hoy de hace veinticinco siglos] es maleducada, desprecia la autoridad, no respeta a la autoridad y chismea en vez de trabajar”. Otras fuentes atribuyen a Sócrates sentencias sobre sus sucesores de cohorte, con perlas de igual laya: “Los jóvenes de hoy aman el lujo, tienen manías, responden a sus padres, cruzan las piernas y tiranizan a sus maestros”.
No sé cuánto son de apócrifas estas citas, pero me temo que el juicio castigador hacia los nuevos es un clásico –y nunca mejor traído el adjetivo, hablando de filósofos griegos–. Tales descalificaciones constituyen un género rancio y, ya vemos, ancestral. Un vicio soberbio que se regenera: muchos de quienes nos abocamos a la edad provecta seguimos, tras océanos de tiempo, diciendo esas mismas arbitrariedades melancólicas acerca de quienes ostentan a día de hoy los pies ligeros y los labios rosados. “¡Qué buenos éramos! ¡Mejores! Salvo mis hijos y nietos, que esos son otra cosa; hombre, por Dios, y déjame que te cuente...”.
Hablando de Dios, esta noche celebramos el Nacimiento de su Hijo en esta Tierra, y permitan las mayúsculas: no me sale escribir esas palabras de otra manera; me enseñaron así, y ya tiene uno en esto poco remedio. El Niño es el corazón y la promesa de la vida, y para compartir eso no hace falta tener fe cristiana: con tener amores verdaderos bien puede bastar. Jesús murió con treintaitrés años, y sus enseñanzas morales y, por qué no decirlo, sociales, son para siempre jóvenes. Si hay –como decían Platón y Sócrates– jóvenes maleducados, irrespetuosos, poco aplicados y trabajadores, son una parte de todos ellos. Y, apostaré, menos en número que quienes, ya mayores y presuntuosos en su desmemoria, olvidan con temerario juicio que es la savia nueva la única esperanza de la redención de las mujeres y los hombres. Que el desprecio petulante por quienes nos suceden no es que ya sea injusto u olvidadizo, sino que contiene el pecado –venial, vale– del patetismo.
En la inocencia infantil y en el descubrimiento de los jóvenes confiamos nuestro espíritu. Lo dice un agnóstico peleón. Feliz Navidad a Jaime, y a todos los tuyos y a todos los ajenos desgraciados y lejanos que te mueven desde chico a la compasión. (Virtud que quizá sea la abuela e hija del amor, y ahí lo dejo).
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