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Los hijos de los hijos de la ira fue el título del poemario con el que en el año 2006 ganaba el premio Hiperión de poesía Ben Clark, un escritor ibicenco, entonces a penas veinteañero. Hijo de una pareja de hippies británicos que buscaron en la isla un territorio para sus utopías, el poeta supo presagiar, desde su biografía de español atípico, que un tiempo político iba a ser alterado por una generación que dejaría de ser hija de la bonanza para convertirse en nieta de la ira. El momento fundacional de ese cambio fue el 15 de mayo de 2011 y aquella manifestación llamada a ser el punto de partida de una imperativa regeneración. La impugnación del pacto constitucional de 1978 y de la cultura de la Transición, por un lado, y la denuncia general de la corrupción del sistema político, por el otro, eran los dos ejes de un movimiento generacional, y transversal, que desmintió la idea de que nuestra democracia blindaba el bipartidismo como sistema de partidos. Ha sido probablemente Ramón González Ferriz quien antes y mejor ha descrito el fracaso de esta regeneración prometida por quienes, a qué negarlo, no hemos sido mejores que nuestros padres. La realidad es que en pocos años se han amortizado de forma abrupta y prematura muchas vocaciones políticas bien formadas, mientras que los líderes mesiánicos de aquel tiempo sacan hoy sus réditos en el realily televisivo, el coaching de la nada o el negocio pensionado de la reacción. En todo caso, y volviendo a esos dos ejes que articulaban el discurso, la realidad es, por un lado, que la fecha problemática no parece hoy 1978 sino precisamente 2011. Es decir, que no es lo imperfecto de la Transición sino el fracaso de la regeneración lo que condiciona hoy la política española, marcada por una devaluación de los límites constitucionales, la incapacidad de articular consensos básicos y el deterioro de aspectos elementales para la credibilidad democrática, como la neutralidad institucional o la publicidad de los procesos de decisión. La exitosa moción de censura de 2017 fue una moción contra la corrupción que alteró radicalmente la fórmula de la gobernabilidad en nuestro país. Pablo Casado, el líder político que asumió la tarea de regenerar un partido derrotado y parasitado por esta corrupción, fue defenestrado por cuestionar públicamente “si cuando morían 700 personas al día se puede contratar con tu hermana y recibir 286.000 euros”. Esta semana, Víctor de Aldama hacía una declaración judicial que, bajo otras siglas, nos trae al recuerdo el 2008 y el paradigma clásico de nuestra podredumbre. Todo es memoria, aunque, como escribía el poeta ibicenco: “El olvido es el arma del gobierno”.
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